viernes, 19 de diciembre de 2008

el del Lauchi

De eso se trata: de ser o no ser salvaje.
Facundo - D. F. Sarmiento








No había una vez. Nunca había habido una vez para el Lauchi. Ni una vez, ni una casa, ni un padre, ni nada. Ocupaba una casilla de cartón con la vieja. Y eso era todo. Algunos vecinos, los más antiguos, decían que era su abuela. Ella hablaba poco y él nunca preguntó nada.
Vivían de una escasa pensión que cobraba Everilda, de lo que les daban los vecinos y de las monedas que el Lauchi juntaba haciéndoles algunos mandados o cortándoles el pasto. Diarios, latas, sobras de asados, ropa con agujeros, autitos sin ruedas, barajas viejas, vestidos de fiesta con quemaduras de cigarrillos, todo iba a parar a la casilla. El lunes era el mejor día; el panadero – de quien las malas lenguas decían era su tío – le regalaba las facturas que no había vendido el domingo.
La maestra que vivía al lado del almacén, recién ascendida a asistente de dirección, se mostraba preocupada por el futuro del Lauchi.
-Un chico que no sabe leer ni escribir queda afuera de todo – solía decirle con la mejor de las intenciones.
Él la escuchaba, aunque no entendía cómo podía quedar afuera de todo si nunca había estado adentro de nada. Le traía viejos formularios de la escuela o papeles escritos de un solo lado para que practicara del otro, mitades de lápices y crayones que los alumnos se olvidaban en el colegio.
-Vos practicá en estas hojitas, que si estudiás y te esforzás, lo demás viene solo.- Siempre decía más o menos lo mismo. Pero como nunca le explicaba qué practicar, en qué esforzarse ni qué vendría, con Everilda usaban todo eso para prender el fuego.
Los demás chicos de la cuadra se juntaban todos los sábados a jugar a la pelota en el baldío de Matanza y Chascomús. El Lauchi se pasó años mirándolos desde la esquina. De a poco, se fue acercando hasta llegar al límite no marcado de la cancha. Parado con las manos en los bolsillos, hacía dibujos en la tierra con los pies, masticando algún pasto y siempre listo para alcanzarles la pelota cuando se les iba. Hasta que un día falló uno y le preguntaron si se animaba. Fue al arco. A partir de ahí, cada tanto, cuando faltaba alguno, lo dejaban entrar.
El Lauchi tenía ganas de jugar siempre, y se ganó un lugar a los golpes. Literalmente a los golpes. Una tarde, se acercó a Jorge, el cabecilla del grupo, y le propuso:
-Yo me paro delante de cualquiera para que me pegue tres minutos sin parar, un round entero. Yo no hago nada, no contesto quiero decir. Si no me caigo, juego y el que me pegó se queda afuera.
Les pareció divertido, novedoso, y aceptaron.
Impávido, recibía uno tras otro los golpes. De pie. Como si fueran moscas. Terminaba jugando todos los sábados y ya no les pareció tan divertido, ni mucho menos novedoso. Entonces Jorge le dobló la apuesta.
-Hoy viene a jugar el Chino, el de la otra cuadra, te parás adelante de él y, si te lo bancás, jugás siempre.
Grandote el Chino. La primera piña en la boca del estómago lo dobló al medio, pero no se cayó. La segunda le entró de lleno en la mandíbula y lo ayudó a enderezarse. Se le hizo un corte arriba de la ceja derecha y le empezó a sangrar la nariz. Escupió un diente. Los brazos inmóviles al costado del cuerpo, sin cerrar nunca los ojos, ni siquiera cuando tenía el puño encima. Recién como a la décima trompada soltó una lágrima. Le hicieron trampa, fueron más de tres minutos, pero no lo pudo voltear.
Se limpió la cara con la remera y dijo:
-No quiero ir más al arco, ahora juego de cinco.
No se animaron a decirle que no. A los doce años, el Lauchi se ganó por primera vez algo de respeto.
Poco a poco se fue integrando al grupo. Después del partido iban al kiosco, compraban gaseosas, alguna que otra cerveza y lo invitaban. Como a ellos los padres no los dejaban fumar, el Lauchi les compraba los cigarrillos y se quedaba con dos por paquete. Hablaban de chicas, de fútbol, de autos.
Un sábado la cuadra amaneció alborotada. Era el cumpleaños de quince de Claudia, la hija del dueño del corralón. En el kiosco, después del partido, no se habló de otra cosa. Los chicos conocían a todas las compañeras de la escuela de la hija de don José; el Lauchi escuchó en silencio la descripción de todas. Por fin dijo:
-Qué bien la vamo’ a pasar, ¿no?
-¿La Claudia te invitó a vos también? – le preguntó el Chino.
-¿Cómo no me va a invitar si juego a la pelota con ustedes? ¿Somos amigos o no? Aparte, yo ya fui varias veces de la Claudia a cortar el pasto.
-Eso no tiene nada que ver, che, obligación no tenía. Cuidá la tarjeta, que no se te pierda entre todas las cosas que tenés en la casilla. Mirá que si no la llevás no podés entrar, eh.
Y la verdad era que no podía perder la tarjeta, simplemente porque no le habían dado una.
Esa noche se paró en la vereda de enfrente, fumó varios cigarrillos. Vio como todos sus amigos iban llegando, y las amigas del colegio de Claudia, y los parientes. A nadie le pedían ninguna tarjeta, así que se mandó. En la puerta lo atajó don José.
-¿Qué hacés acá, pibe?
-Vengo a la fiesta.
-No querido, disculpame viste, pero hoy no te puedo dejar pasar.... entendeme, están las amigas de la Claudia... Mañana te doy unos sanguchitos...
Se quedó otro rato en la vereda de enfrente.
Empezaba a sonar el vals cuando dio media vuelta y se fue a caminar. Primero pensaba llegar hasta el parque de la avenida, pero cuando estuvo ahí, como no estaba cansado, siguió. El paisaje cambió, ya no había casas bajas sino edificios y más autos y carteles. Siguió caminando y llegó al río. No sabía qué había del otro lado, pero cruzó el puente. “Total, perdido por perdido”, pensó.
En el barrio no lo vieron más. Los primeros días se preguntaron dónde andaría. Después, todo siguió igual, y ni siquiera la maestra se acordó de que el Lauchi había empezado a aprender a leer y a escribir.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

el del abuelo

...it was something to have
at least a choice of nightmares.
Heart of Darkness
Joseph Conrad




Había guardado todo lo sucedido bajo noventa cadenas y setenta candados. Pensó que así podría seguir con su vida normal y hacer las paces con Dios. Pero poco a poco, sin darse cuenta hasta que fue demasiado tarde, las cadenas se le hicieron carne. Se fueron transformando y terminaron por convertirse en anacondas.
Ella las pudo dominar hasta ese día, una semana atrás. Era sorprendente que una mísera, triste y sucia tirita de cartón en la que se dibujaban dos rayitas rosadas tuviera semejante poder. Un positivo que no era otra cosa que la negatividad misma. Impensado. Imposible. Innombrable. Innecesario. El hijo y el hecho repetido una y mil veces que lo había engendrado.
Sintió que las anacondas despertaban, inquietas, fastidiosas, se revolvían y pugnaban por salir a la luz. Quería vomitar, liberarlas. Pero no podía hacerlo de una manera caótica ni desordenada porque entonces no quedaría nada en pie. Ni ella misma. Debía educarlas y mimarlas para que la obedecieran sin cuestionamientos. Tenía que hacerse amiga y enseñarles, como una buena madre, a quien atacar si no, desesperadas y medio ciegas no la reconocerían y terminarían devorándola por ser la única a la vista.
Todos se habían ido de un modo u otro. El padre accidentado y, tal vez, accidental. La madre, que en otro acto de extremo egoísmo, se había muerto cuando ella más la necesitaba. Las amigas que, desde la ignorancia absoluta, sólo demandaban.
El único que siempre estaba era el abuelo. Cuando a los doce años quedó sola, se la llevó a vivir con él. La atendió, se hizo cargo de su educación, le dio la seguridad que le hacía falta. Ella sabía que si estaba el abuelo nada demasiado malo podía sucederle. A cambio, se había comprometido a cuidarlo hasta su muerte y a hablar poco. Por eso no quería decirle nada. Al fin y al cabo, sentía que la culpa era de ella por no haberse cuidado.
Se lo había contado sólo a la vecina, la misma que le vendía los cigarrillos prohibidos, quien, a su modo, trató de ayudarla. Le dio un papelito con una dirección.
-No necesitás pedir turno, llevá la plata nomás. El embarazo es un estado maravilloso, lástima que la consecuencia sea un bebé. Ya vas a tener tiempo más adelante. Tenés dieciséis años nada más, sos muy chica para atarte.
“Tranquilas, queridas, tranquilas”, dijo mientras se acariciaba la panza, tirada en el sofá, los ojos fijos en el techo blanco. “Un último esfuerzo es lo que les pido, nada más”. Hasta que no empezó a hablar en voz alta, no se dio cuenta de la bronca que tenía.
Un sonido seco la sacó de sus pensamientos. El cuchillo que había dejado sobre la mesa la miraba desde el piso. El gato y el abuelo dormían plácidamente en el sillón del living como ella hacía noches no podía. No cabía duda de que era una señal. Dios se lo había puesto ahí a sus pies y parecía gritarle “no seas cobarde, terminá con esto de una buena vez”. Se paró y le dio un beso en la frente al abuelo, despidiéndose. Lo iba a extrañar.
Se vistió y escribió una carta explicando el porqué del suicidio y confesando todo lo que había hecho. Firmó como Bartolomé Miranda.
Cerró todas las ventanas, abrió las llaves de gas y agarró el gato. Salió a la calle, tomó un taxi y en silencio entregó el papelito con la dirección.