Madre.
La que tengo, la
que soy.
Hija.
La que tengo, la
que soy.
Las dos, que son
una.
Las tres, que
somos una.
Porque nace la
madre, nace la hija y otra vez nace la madre.
Impiadosas,
humanas. Arrogándose y negándose al mismo tiempo la suma de todos los derechos.
Miradas difíciles que se sufren y se dan. Resaca de lo sufrido, de lo vivido,
de lo gozado; resaca de lo que vendrá.
Cuando era
adolescente esperaba que mi mamá se fuera para probarme su ropa.
Cuando fui madre
esperé que mi hija se fuera para probarme su ropa.
Una vez. Sólo una vez. Me asusté.
Mi mamá me mima,
mi mamá me ama, mi mamá me mata... y es la única que puede resucitarme.
Un cuerpo que me
sé de memoria y no es el mío. Desnuda frente al espejo, otra imagen, otra cara,
otras manos, y sin embargo las mismas, algo nuevo y viejo al mismo tiempo, reconozco
todas y cada una de las arrugas, terriblemente mágico y aterrador. Querer
entonces convertirse en Alicia y meterse en el espejo y no salir más, y ella
que no te deja, que te saca para afuera, que te expulsa para que no te hundas y
te abraza infinitamente para que lo hagas y te quedes por siempre y asfixiarte
todos y cada uno de tus poros; y vos que en algún momento y sin darte cuenta hacés
lo mismo. Adorarla y asesinarla en simultáneo, todo sobre mi madre y nada sobre
mí o todo sobre mí y nada sobre mi madre, esa es la opción... a veces.
Porque, sobre
todo, mamá, capaz de todas las creaciones y de todas las destrucciones posibles,
la única que te hace sentir protegida aún en la desprotección infinita.
Así es ella, así
soy yo, así volverá a ser algún día ella.
Una mujer que,
consciente de su propia sangre, sangra; a veces por la herida, la de ella o la
tuya.