Josephine estaba muy entusiasmada con su primera excursión. Hacía un mes que había llegado a esa ciudad, como escapando de la suya sin saber muy bien por qué. No había dejado detrás muchas cosas, y no lo lamentaba. Además, ese otro lugar la atraía desde hacía bastante tiempo. Hasta tenía la sensación de que volvía a un punto ya conocido. Tal vez porque era una ciudad llena de solitarios como ella. Como su jefe, con quien pronto congenió. Él le había propuesto ir juntos esa tarde a conocer un pueblito de las afueras. Tomarían un tren histórico, a vapor, que supuestamente ofrecía un viaje inolvidable hacia el pasado.
Cuando llegaron a la estación, se alegraron de ser los únicos pasajeros. Sería por el frío. El guarda, como no tenía mucho trabajo, se sentó con ellos a charlar un rato. Les contó muchas historias. Cuentos de romanos, musulmanes, judíos y cristianos. Expulsiones, asesinatos, matanzas. Batallas de invasión, de conquista y de reconquista. Arciprestes, arzobispos y cardenales disputando el poder. Crueldades y torturas cometidas en tiempos tan remotos como el siglo XVI y que sin embargo sonaban curiosamente actuales.
El relato que más les gustó a Josephine y a su jefe fue la leyenda de la sirvienta del palacio y el arcipreste. Juntos habían escrito en secreto “El libro del buen amor”, para dejar constancia de los que les sucedía y para, de paso, retratar en tono de parodia una sociedad hermosa y decadente. El problema surgió cuando esa sociedad los descubrió. Gran escándalo gran. Algunos, los menos, trataban de comprenderlos, pero eso no fue suficiente para salvarlos de la hoguera. Un día antes de cumplir la condena, desaparecieron. No quedó rincón sin registrar, pero nadie volvió a verlos ni a saber nada de ellos. El pueblo enfureció, culpando al inútil gobernador por dejarlos escapar, dándoles la oportunidad de ventilar su famoso libro y – lo más importante – sus enrevesadas y prohibidas relaciones. Tanto miedo tenían que incendiaron el palacio. El gobernador se salvó, aunque las llamas dejaron sus marcas.
-Se supone que alguno de los que simpatizaban con ellos los ayudó, pero nada se pudo comprobar. Igual mataron a unos cuantos. Dicen que en medio del fuego, el gobernador gritaba de dolor mientras juraba que esos impíos volverían algún día a cumplir con su destino y a morir en el pueblo que los había condenado – concluyó el guarda.
Entre tanta historia, el viaje se les hizo corto. En la estación, y como parte del tour contratado, los esperaba don Isidoro, un viejo muy colorado y sin dientes dueño de la mejor bodega del pueblo. Él iba a ser el guía. Algo en la mirada del viejo inquietó a Josephine, pero su jefe la tranquilizó.
-No te molesta su mirada sino el olor a vino que tiene encima.
“Puede ser”, pensó Josephine.
Los llevó a recorrer el palacio incendiado cuatro siglos antes, según él no por el pueblo sino por la última batalla con los mozárabes.
-Seguro que el guarda les contó la leyenda de amor, muy bonita sí, pero puro cuento.
Les mostró la habitación del verdadero arcipreste, un héroe defensor de las buenas costumbres y religiones. Los llevó hasta los antiguos corrales, y vieron las gruesas mesadas de mármol donde degollaban a los cabritos.
-Por ese agujerito que ustedes ven allí corría la sangre de los pobres animales.
“¡Qué necesidad de ser tan gráfico, yo me pregunto!”, pensaba Josephine. “Qué grotesco este hombre, por qué no contratarán a alguien más delicado como guía”. Lo siguieron por infinitos pasillos y pasadizos. Les mostró las catacumbas donde se escondían durante las batallas y donde muchos murieron de hambre, o de frío.
-O tal vez de ambas cosas, vaya uno a saber, ja, ja, ja.
Luego los llevó a su bodega y les hizo probar uno de sus vinos.
-Por favor, un brindis antes de comer. Para que nuestras mujeres nunca se queden viudas – dijo mirando al jefe de Josephine, que ya estaba bastante incómoda como para soportar chistes estúpidos.
El vino era sencillamente horrible, pero ellos no querían quedar como mal educados así que se lo tomaron todo. A partir de ahí, don Isidoro ya no les pareció tan pesado, ni tan bruto, ni tan colorado. Para llegar al comedor cruzaron un patio con un aljibe, don Isidoro tiró una piedra, y tardaron como tres minutos en escuchar el ruido del choque con el agua.
-Si tiráramos a alguien allí dentro, no lo encontrarían jamás, ja, ja, ja.
-Tiene usted razón – festejó Josephine, y también su jefe.
“Me parece que el vinito se me ha subido, ojalá no me dé sueño y no pase un papelón. Justo el primer día que me invita.” El jefe no se hubiera dado cuenta de ningún papelón, en realidad él estaba igual. El comedor estaba decorado con antorchas encendidas.
-Un toque romántico, no me lo va a negar usted – dijo guiñándole el ojo al jefe y haciendo que Josephine se pusiera colorada, tanto como él.
Almorzaron junto a un hogar y tomaron más vino. Y más vino. Tanto que ninguno de los tres paraba de reírse por cualquier tontera. Hasta que don Isidoro se levantó, copa en mano para hacer otro brindis.
-Juro que el último – anunció-. Agradezco a Dios que me los haya enviado. Porque les aclaro que estas marcas coloradas que ustedes atribuyeron a años de vino no son más que quemaduras. Ha llegado la hora de cumplir con vuestro destino. ¿No se preguntaron qué hacían en este pueblo? ¿Para qué habían venido si aquí no hay nada interesante para ver? Yo se los explico, vinieron a morir como deberían haberlo hecho hace cuatrocientos años, cuando escaparon. El tiempo es cíclico y da revanchas. Yo la tengo hoy – dijo, tomando una de las antorchas.
Josephine y su jefe no entendían demasiado o no querían hacerlo o el vino no se los permitía. Se vieron de golpe rodeados de fuego y gritando sus nombres.
Desde la estación, el maquinista gritó:
-José, José, mirá el fuego.
-Pero la puta que lo parió a ese borracho. Otra vez con la historia del tiempo cíclico y la hostia. Si sigue así nos va a terminar de cagar el negocio.
Cuando llegaron a la estación, se alegraron de ser los únicos pasajeros. Sería por el frío. El guarda, como no tenía mucho trabajo, se sentó con ellos a charlar un rato. Les contó muchas historias. Cuentos de romanos, musulmanes, judíos y cristianos. Expulsiones, asesinatos, matanzas. Batallas de invasión, de conquista y de reconquista. Arciprestes, arzobispos y cardenales disputando el poder. Crueldades y torturas cometidas en tiempos tan remotos como el siglo XVI y que sin embargo sonaban curiosamente actuales.
El relato que más les gustó a Josephine y a su jefe fue la leyenda de la sirvienta del palacio y el arcipreste. Juntos habían escrito en secreto “El libro del buen amor”, para dejar constancia de los que les sucedía y para, de paso, retratar en tono de parodia una sociedad hermosa y decadente. El problema surgió cuando esa sociedad los descubrió. Gran escándalo gran. Algunos, los menos, trataban de comprenderlos, pero eso no fue suficiente para salvarlos de la hoguera. Un día antes de cumplir la condena, desaparecieron. No quedó rincón sin registrar, pero nadie volvió a verlos ni a saber nada de ellos. El pueblo enfureció, culpando al inútil gobernador por dejarlos escapar, dándoles la oportunidad de ventilar su famoso libro y – lo más importante – sus enrevesadas y prohibidas relaciones. Tanto miedo tenían que incendiaron el palacio. El gobernador se salvó, aunque las llamas dejaron sus marcas.
-Se supone que alguno de los que simpatizaban con ellos los ayudó, pero nada se pudo comprobar. Igual mataron a unos cuantos. Dicen que en medio del fuego, el gobernador gritaba de dolor mientras juraba que esos impíos volverían algún día a cumplir con su destino y a morir en el pueblo que los había condenado – concluyó el guarda.
Entre tanta historia, el viaje se les hizo corto. En la estación, y como parte del tour contratado, los esperaba don Isidoro, un viejo muy colorado y sin dientes dueño de la mejor bodega del pueblo. Él iba a ser el guía. Algo en la mirada del viejo inquietó a Josephine, pero su jefe la tranquilizó.
-No te molesta su mirada sino el olor a vino que tiene encima.
“Puede ser”, pensó Josephine.
Los llevó a recorrer el palacio incendiado cuatro siglos antes, según él no por el pueblo sino por la última batalla con los mozárabes.
-Seguro que el guarda les contó la leyenda de amor, muy bonita sí, pero puro cuento.
Les mostró la habitación del verdadero arcipreste, un héroe defensor de las buenas costumbres y religiones. Los llevó hasta los antiguos corrales, y vieron las gruesas mesadas de mármol donde degollaban a los cabritos.
-Por ese agujerito que ustedes ven allí corría la sangre de los pobres animales.
“¡Qué necesidad de ser tan gráfico, yo me pregunto!”, pensaba Josephine. “Qué grotesco este hombre, por qué no contratarán a alguien más delicado como guía”. Lo siguieron por infinitos pasillos y pasadizos. Les mostró las catacumbas donde se escondían durante las batallas y donde muchos murieron de hambre, o de frío.
-O tal vez de ambas cosas, vaya uno a saber, ja, ja, ja.
Luego los llevó a su bodega y les hizo probar uno de sus vinos.
-Por favor, un brindis antes de comer. Para que nuestras mujeres nunca se queden viudas – dijo mirando al jefe de Josephine, que ya estaba bastante incómoda como para soportar chistes estúpidos.
El vino era sencillamente horrible, pero ellos no querían quedar como mal educados así que se lo tomaron todo. A partir de ahí, don Isidoro ya no les pareció tan pesado, ni tan bruto, ni tan colorado. Para llegar al comedor cruzaron un patio con un aljibe, don Isidoro tiró una piedra, y tardaron como tres minutos en escuchar el ruido del choque con el agua.
-Si tiráramos a alguien allí dentro, no lo encontrarían jamás, ja, ja, ja.
-Tiene usted razón – festejó Josephine, y también su jefe.
“Me parece que el vinito se me ha subido, ojalá no me dé sueño y no pase un papelón. Justo el primer día que me invita.” El jefe no se hubiera dado cuenta de ningún papelón, en realidad él estaba igual. El comedor estaba decorado con antorchas encendidas.
-Un toque romántico, no me lo va a negar usted – dijo guiñándole el ojo al jefe y haciendo que Josephine se pusiera colorada, tanto como él.
Almorzaron junto a un hogar y tomaron más vino. Y más vino. Tanto que ninguno de los tres paraba de reírse por cualquier tontera. Hasta que don Isidoro se levantó, copa en mano para hacer otro brindis.
-Juro que el último – anunció-. Agradezco a Dios que me los haya enviado. Porque les aclaro que estas marcas coloradas que ustedes atribuyeron a años de vino no son más que quemaduras. Ha llegado la hora de cumplir con vuestro destino. ¿No se preguntaron qué hacían en este pueblo? ¿Para qué habían venido si aquí no hay nada interesante para ver? Yo se los explico, vinieron a morir como deberían haberlo hecho hace cuatrocientos años, cuando escaparon. El tiempo es cíclico y da revanchas. Yo la tengo hoy – dijo, tomando una de las antorchas.
Josephine y su jefe no entendían demasiado o no querían hacerlo o el vino no se los permitía. Se vieron de golpe rodeados de fuego y gritando sus nombres.
Desde la estación, el maquinista gritó:
-José, José, mirá el fuego.
-Pero la puta que lo parió a ese borracho. Otra vez con la historia del tiempo cíclico y la hostia. Si sigue así nos va a terminar de cagar el negocio.