Ejércitos de ratas invadían
las casas con aliento a tumba.
Espantapájaros - O. Girondo
Se levantó a las siete, como siempre. Despertó a los chicos, los ayudó a cambiarse mientras preparaba el desayuno; jugo, cereales, fruta y tostadas. A las siete y veinte todos estaban sentados a la mesa frente a la taza de café con leche; él también, recién afeitado y perfumado. Ella no, todavía tenía que preparar las viandas para el mediodía.
Ni bien cerró la puerta con ellos afuera, se sentó a tomar unos mates y a leer el diario. Un titular le llamó la atención: “Los piojos cada vez resisten más: el efecto de los fármacos ha ido decreciendo progresivamente”.
Se puso a lavar las tazas. Mientras lo hacía, una hormiga negra, grande y culona, paseaba solitaria sobre la mesada. Se sacó los guantes y la atrapó. Quince minutos después, todavía estaba con la hormiga en la mano. O con lo que quedaba de ella, porque le había ido sacando despacito, con un escarbadientes, con cuidado de no despedazarla, todas las patas, menos una. Y ahora veía cómo el pobre bicho trataba de seguir andando sólo sobre el cuerpo. La gracia que le causaba se traducía en una sonrisa imperfecta, tosca y angelical. El espectáculo cansó por repetitivo. La aplastó, apagó el cigarrillo y se fue a dar una ducha.
Se sacó el camisón transpirado y lo tiró en el canasto de la ropa sucia. Investigándose la cara detenida y minuciosamente en el espejo de aumento, reventó unos cuantos granitos de la nariz. Se sentó en el inodoro. Sin pestañear, con los ojos fijos en un punto indefinido del piso, las palmas juntas sobre las rodillas como rezando, hizo pis y se limpió. Recién cuando sintió la humedad en su mano derecha se dio cuenta de que no había agarrado papel higiénico.
Como por un acto reflejo, sacó del cajón del botiquín la lista que había hecho en la terapia de grupo del hospital. El doctor Holztein les había pedido que dieran un motivo para vivir. Ella, como buena alumna que era, los anotó todos.
Por la maravilla más maravillosa, mis hijos.
Por el milagro de la vida misma.
Por el misticismo que impregna mi cuerpo cuando camino por las calles de Buenos Aires y en especial por Liniers.
Por la lejana existencia de Helsinski.
“Qué manga de locos”, pensó.
El resto del día se le escapó sin darse cuenta en qué. De golpe se hicieron las cinco y los chicos ya estaban en casa. Unos minutos más y fueron las nueve. Y él también.
Cenaron, lavó los platos, mandó a los chicos a dormir. Miraron un programa político en la tele, ella le pidió plata para pagar el campamento y él se la dio. Puso el agua para un café.
Se quedó parada al lado de la cocina, como encandilada por el vapor que empezaba a salir de la pava. Se imaginó que era un volcán a punto de entrar en erupción. A punto, siempre a punto de. Pero la lava nunca surgiría. Así que, cuando se evaporó toda el agua, apagó el fuego.
Se tomó su pastilla y se fue a la cama.