viernes, 31 de octubre de 2008

el del ama de casa


Ejércitos de ratas invadían
las casas con aliento a tumba.
Espantapájaros - O. Girondo




Se levantó a las siete, como siempre. Despertó a los chicos, los ayudó a cambiarse mientras preparaba el desayuno; jugo, cereales, fruta y tostadas. A las siete y veinte todos estaban sentados a la mesa frente a la taza de café con leche; él también, recién afeitado y perfumado. Ella no, todavía tenía que preparar las viandas para el mediodía.
Ni bien cerró la puerta con ellos afuera, se sentó a tomar unos mates y a leer el diario. Un titular le llamó la atención: “Los piojos cada vez resisten más: el efecto de los fármacos ha ido decreciendo progresivamente”.
Se puso a lavar las tazas. Mientras lo hacía, una hormiga negra, grande y culona, paseaba solitaria sobre la mesada. Se sacó los guantes y la atrapó. Quince minutos después, todavía estaba con la hormiga en la mano. O con lo que quedaba de ella, porque le había ido sacando despacito, con un escarbadientes, con cuidado de no despedazarla, todas las patas, menos una. Y ahora veía cómo el pobre bicho trataba de seguir andando sólo sobre el cuerpo. La gracia que le causaba se traducía en una sonrisa imperfecta, tosca y angelical. El espectáculo cansó por repetitivo. La aplastó, apagó el cigarrillo y se fue a dar una ducha.
Se sacó el camisón transpirado y lo tiró en el canasto de la ropa sucia. Investigándose la cara detenida y minuciosamente en el espejo de aumento, reventó unos cuantos granitos de la nariz. Se sentó en el inodoro. Sin pestañear, con los ojos fijos en un punto indefinido del piso, las palmas juntas sobre las rodillas como rezando, hizo pis y se limpió. Recién cuando sintió la humedad en su mano derecha se dio cuenta de que no había agarrado papel higiénico.
Como por un acto reflejo, sacó del cajón del botiquín la lista que había hecho en la terapia de grupo del hospital. El doctor Holztein les había pedido que dieran un motivo para vivir. Ella, como buena alumna que era, los anotó todos.
Por la maravilla más maravillosa, mis hijos.
Por el milagro de la vida misma.
Por el misticismo que impregna mi cuerpo cuando camino por las calles de Buenos Aires y en especial por Liniers.
Por la lejana existencia de Helsinski.
“Qué manga de locos”, pensó.
El resto del día se le escapó sin darse cuenta en qué. De golpe se hicieron las cinco y los chicos ya estaban en casa. Unos minutos más y fueron las nueve. Y él también.
Cenaron, lavó los platos, mandó a los chicos a dormir. Miraron un programa político en la tele, ella le pidió plata para pagar el campamento y él se la dio. Puso el agua para un café.
Se quedó parada al lado de la cocina, como encandilada por el vapor que empezaba a salir de la pava. Se imaginó que era un volcán a punto de entrar en erupción. A punto, siempre a punto de. Pero la lava nunca surgiría. Así que, cuando se evaporó toda el agua, apagó el fuego.
Se tomó su pastilla y se fue a la cama.

miércoles, 1 de octubre de 2008

El del ambiguo.

No es original, pero no se da cuenta. Él también quiere ser lo que no es. Siente que su cuerpo hace lo que debe pero que su cabeza va por otro carril totalmente distinto y paralelo.
Abogado que desea ser músico. Esposo que ambiciona vivir solo. Padre que sólo quiere educar a un perro. Hijo que envidia a los huérfanos. Dueño de una mansión que se identifica con los cartoneros. Infinidad de amigos a quienes escucha y que lo aburren. Siempre queriendo estar en otro lugar. Sólo la fantasía del suicidio en la soledad del baño y la masturbación le da placer. Nadie se da cuenta de nada. Maestro de la simulación.
Cuarenta años. El mundo se le está volviendo levemente insostenible.
Harto de sufrirse, busca con desesperación y avidez una grieta por donde sacar a pasear sus hambres viejas. Y tal vez poder conciliar.
Empieza por probar el cigarrillo, a pesar de las quejas de su madre y su mujer. A los dos meses ya fuma un paquete diario.
“Para las cosas importantes, se usan los pasillos”, escucha en Tribunales. Comprueba sin prejuicios ni pasiones que es verdad. Tiene cada vez más casos, más importantes, más dinero. Hasta aparece en un par de revistas.
Las mujeres que siempre han estado a su alrededor se corporizan. Prueba con una. Mentir le sale bien. Se fuma el primer porro con la tercera amante, la hija de un amigo.
Algunas personas se enteran de sus aventuras y, como las celebran, siente que está cerca del ideal. Humilla puertas adentro a su mujer, desprecia en silencio a las demás, maltrata con inteligencia a los empleados. Todo sin abandonar jamás la sonrisa perversamente seductora. Nada le alcanza. Quiere llegar al máximo. Quiere superar el exceso del exceso. Quiere producirle pesadillas a los demonios y que éstos se lo agradezcan.
Se felicita por ser ese uno en un millón; único, perfecto, soberbio. Hasta el momento en que el equilibrio que encontró ya no lo satisface.
Las palmadas en la espalda lo cansan. Las mujeres lo agobian. El cigarrillo le da asco.
Otra vez la soledad del baño.
Vuelve, tal vez más sabio, aunque todavía tiene en la boca el mismo sabor amargo que dejan los sueños incoherentes. La mujer, sin reclamos, lo acepta. Lo mira y sonríe sin estridencias. Guardando el silencio que ha sostenido durante quince años.
Al principio no lo nota. Cree que todo está igual que antes. Son pequeños y casi imperceptibles cambios. Hoy, el maquillaje; mañana, la ropa; pasado, la música que escucha. Y el silencio que sigue, aunque ahora la ausencia de palabras diga tanto. Reconoce en sus ojos lo que hace tiempo tantas veces ha visto de sí mismo en el espejo. Ella no quiere admitirlo.
Él sabe que algún día se atreverá.
Acepta las reglas del juego que provocó.
Espera con ansiedad el momento en que se decida.
Desea que también vuelva, para poder empezar de nuevo.
Lo aterra la idea de que no quiera.