martes, 27 de enero de 2009

el de los toros

Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir. (...)
Me duele una mujer en todo el cuerpo.
El amenazado - J. L. Borges





-La sangre, eso es lo que me atrae de las corridas de toros. ¿Conforme ahora?
Mi hermano no me contestó. Él, siempre tanto más superado que yo, como si el hilo invisible que nos unía llamado historia no fuese suficiente para comprenderme, tan injusto conmigo como yo con él, desde la superioridad, desde el lugar del que tuvo mucha más suerte en todo, también con las mujeres y se las quedó, incluso con Mariela, la más linda, dulce, inteligente, atractiva, a la que se había llevado a vivir a Madrid, donde estábamos ahora.
Dejé pasar primero a Mariela y di un portazo, como en las películas. Siempre me gustó eso. Vivir escenas de películas. O hacer en mi mente fotocopias de imágenes que surgían de todos los libros que leía, y actuarlas. Cuando éramos chicos, nos gustaban las de cowboys. A mí, por la edad, me tocaba hacer de dama, la que él tenía que rescatar. Tal vez ahí empezaron nuestras diferencias.
Mariela seguramente atribuyó el portazo a alguna asignatura pendiente entre hermanos que ella desconocía e ignoró el incidente. Mi actuación pasó una vez más desapercibida.
Como ni ella ni yo habíamos ido nunca a una corrida de toros, invitó a Juan, un amigo aficionado que yo sabía estropearía el momento. De hecho, se sentó al medio. Mientras esperábamos entre una multitud que celebraba la alegría de la fiesta, nos explicó los tercios en los que se dividía la corrida. Habló de banderillas, capotes, muletas, faenas, pañuelos verdes y blancos. Pero, sobre todo, habló demasiado.
Se escucharon los clarines. Aparecieron los héroes, enfundados en sugestivos trajes de luces. Los tres matadores de la tarde seguidos por sus ayudantes y caballos. Todo parecía tan anacrónicamente irreal, cercano, primitivo e inaplazable. Concluido el llamado paseíllo, las cuadrillas se separaron. Quedó el primer matador con su capa, esperando. Las puertas se abrieron.
El toro salió, correteó unos metros distraído y se detuvo, altivo, incierto, mirando a todos lados, sin interesarse por nada ni nadie en especial y, al mismo tiempo, contemplando a la gente. Como preguntándose qué era eso. De pronto vio algo que se movía. Fijó su atención en ese objeto y arrancó decididamente hacia él.
Ya no pude despegar los ojos de lo que estaba sucediendo ahí abajo. La tan famosa fiesta me había hipnotizado. Aunque no podía dejar de pensar. Si fuéramos chicos otra vez, y quisiéramos actuar eso, ¿quién haría de qué? Como si además de todo también pudiera leer la mente, Mariela estiró el brazo por sobre las piernas de Juan y me tocó la rodilla. Aproveché y le tomé la mano. Temblaba. Ella… Y yo. La solté.
El toro aguardaba ahora desafiante, lleno de poder y de arte. Arremetió contra su nuevo objetivo, el caballo. Como para disimular, pregunté:
-¿No lo puede lastimar?
-No, mujer, para eso se les pone ese peto que los cubre.
-¿Y por qué le tapan los ojos?
-Para que no vea. Así no se da cuenta de nada, no teme, y no trata de escapar.
Se escucharon de nuevo los clarines, esta vez para anunciar a los banderilleros que, a juzgar por la ovación que recibieron, estuvieron impecables. Y luego, la faena. Por momentos, el torero, expuesto, vulnerable, desdeñoso de la muerte, le daba la espalda al animal. No podía entender cómo no tenía miedo. Según me explicó Juan, si el toro era verdaderamente bravo, antes de atacar avisaba; nunca lo hacía a traición. Entonces, ya sabía yo quién era qué, sólo restaba juntar coraje para avisar.
El final era inminente. Mariela le pidió a Juan cambiar de asiento.
-¿Qué le pasará por la cabeza, no? Arriesga la vida, sin pensarlo.
Juan la escuchó y, seguramente celoso, se quejó:
-Yo siempre me pregunté por qué todas las tías se enamoran de los toreros.
-El toreo es romántico y la muerte tan erótica, ¿no te parece? – le contestó Mariela.
-Nunca las voy a entender.
-Ni falta que hace, cariño, lo único que tenés que hacer es arriesgar tu vida por nosotras.
-¿Así de fácil?
-Corazón, es mejor morirse que vivir aburridos, ¿no te parece?
Todo en ese lugar era puro calor, falta de aire, temblor. El sólo pensar que se pudiera haber dado cuenta de algo me paralizó. Y si me correspondía, mucho peor.
El toro, como envuelto, sumergido dentro de la capa, obedecía, bajaba la cabeza, “humillaba”, le escuché decir a un señor que disfrutaba tranquilamente un habano. El torero, ante mi mirada ignorante, bailaba. Una danza para herir.
Llegó el momento de la estocada. De matar. El torero se perfiló, miró al toro directo a los ojos y no falló. Siempre pensé que si había algo imposible en la vida era encontrar belleza en la muerte. Me había equivocado. El animal quedó inmóvil, ya seguramente sin respirar, pero de pie. Durante infinitos segundos.
Mariela se sobresaltó y me tomó del brazo. Era como si la espada le hubiese atravesado el cuerpo también a ella, dividiéndola en dos. Ese era el momento. La miré bien a los ojos. Pero no me animé.
El toro finalmente dobló las manos, bajó la cabeza y se dejó caer. La gente estalló y las gradas se convirtieron en un mar de pañuelos blancos. Vimos salir al torero por la puerta grande.
Al otro día, cambié mi pasaje y me volví.