miércoles, 13 de agosto de 2008

Josephine, la sirvienta y el arcipreste.

Josephine estaba muy entusiasmada con su primera excursión. Hacía un mes que había llegado a esa ciudad, como escapando de la suya sin saber muy bien por qué. No había dejado detrás muchas cosas, y no lo lamentaba. Además, ese otro lugar la atraía desde hacía bastante tiempo. Hasta tenía la sensación de que volvía a un punto ya conocido. Tal vez porque era una ciudad llena de solitarios como ella. Como su jefe, con quien pronto congenió. Él le había propuesto ir juntos esa tarde a conocer un pueblito de las afueras. Tomarían un tren histórico, a vapor, que supuestamente ofrecía un viaje inolvidable hacia el pasado.
Cuando llegaron a la estación, se alegraron de ser los únicos pasajeros. Sería por el frío. El guarda, como no tenía mucho trabajo, se sentó con ellos a charlar un rato. Les contó muchas historias. Cuentos de romanos, musulmanes, judíos y cristianos. Expulsiones, asesinatos, matanzas. Batallas de invasión, de conquista y de reconquista. Arciprestes, arzobispos y cardenales disputando el poder. Crueldades y torturas cometidas en tiempos tan remotos como el siglo XVI y que sin embargo sonaban curiosamente actuales.
El relato que más les gustó a Josephine y a su jefe fue la leyenda de la sirvienta del palacio y el arcipreste. Juntos habían escrito en secreto “El libro del buen amor”, para dejar constancia de los que les sucedía y para, de paso, retratar en tono de parodia una sociedad hermosa y decadente. El problema surgió cuando esa sociedad los descubrió. Gran escándalo gran. Algunos, los menos, trataban de comprenderlos, pero eso no fue suficiente para salvarlos de la hoguera. Un día antes de cumplir la condena, desaparecieron. No quedó rincón sin registrar, pero nadie volvió a verlos ni a saber nada de ellos. El pueblo enfureció, culpando al inútil gobernador por dejarlos escapar, dándoles la oportunidad de ventilar su famoso libro y – lo más importante – sus enrevesadas y prohibidas relaciones. Tanto miedo tenían que incendiaron el palacio. El gobernador se salvó, aunque las llamas dejaron sus marcas.
-Se supone que alguno de los que simpatizaban con ellos los ayudó, pero nada se pudo comprobar. Igual mataron a unos cuantos. Dicen que en medio del fuego, el gobernador gritaba de dolor mientras juraba que esos impíos volverían algún día a cumplir con su destino y a morir en el pueblo que los había condenado – concluyó el guarda.
Entre tanta historia, el viaje se les hizo corto. En la estación, y como parte del tour contratado, los esperaba don Isidoro, un viejo muy colorado y sin dientes dueño de la mejor bodega del pueblo. Él iba a ser el guía. Algo en la mirada del viejo inquietó a Josephine, pero su jefe la tranquilizó.
-No te molesta su mirada sino el olor a vino que tiene encima.
“Puede ser”, pensó Josephine.
Los llevó a recorrer el palacio incendiado cuatro siglos antes, según él no por el pueblo sino por la última batalla con los mozárabes.
-Seguro que el guarda les contó la leyenda de amor, muy bonita sí, pero puro cuento.
Les mostró la habitación del verdadero arcipreste, un héroe defensor de las buenas costumbres y religiones. Los llevó hasta los antiguos corrales, y vieron las gruesas mesadas de mármol donde degollaban a los cabritos.
-Por ese agujerito que ustedes ven allí corría la sangre de los pobres animales.
“¡Qué necesidad de ser tan gráfico, yo me pregunto!”, pensaba Josephine. “Qué grotesco este hombre, por qué no contratarán a alguien más delicado como guía”. Lo siguieron por infinitos pasillos y pasadizos. Les mostró las catacumbas donde se escondían durante las batallas y donde muchos murieron de hambre, o de frío.
-O tal vez de ambas cosas, vaya uno a saber, ja, ja, ja.
Luego los llevó a su bodega y les hizo probar uno de sus vinos.
-Por favor, un brindis antes de comer. Para que nuestras mujeres nunca se queden viudas – dijo mirando al jefe de Josephine, que ya estaba bastante incómoda como para soportar chistes estúpidos.
El vino era sencillamente horrible, pero ellos no querían quedar como mal educados así que se lo tomaron todo. A partir de ahí, don Isidoro ya no les pareció tan pesado, ni tan bruto, ni tan colorado. Para llegar al comedor cruzaron un patio con un aljibe, don Isidoro tiró una piedra, y tardaron como tres minutos en escuchar el ruido del choque con el agua.
-Si tiráramos a alguien allí dentro, no lo encontrarían jamás, ja, ja, ja.
-Tiene usted razón – festejó Josephine, y también su jefe.
“Me parece que el vinito se me ha subido, ojalá no me dé sueño y no pase un papelón. Justo el primer día que me invita.” El jefe no se hubiera dado cuenta de ningún papelón, en realidad él estaba igual. El comedor estaba decorado con antorchas encendidas.
-Un toque romántico, no me lo va a negar usted – dijo guiñándole el ojo al jefe y haciendo que Josephine se pusiera colorada, tanto como él.
Almorzaron junto a un hogar y tomaron más vino. Y más vino. Tanto que ninguno de los tres paraba de reírse por cualquier tontera. Hasta que don Isidoro se levantó, copa en mano para hacer otro brindis.
-Juro que el último – anunció-. Agradezco a Dios que me los haya enviado. Porque les aclaro que estas marcas coloradas que ustedes atribuyeron a años de vino no son más que quemaduras. Ha llegado la hora de cumplir con vuestro destino. ¿No se preguntaron qué hacían en este pueblo? ¿Para qué habían venido si aquí no hay nada interesante para ver? Yo se los explico, vinieron a morir como deberían haberlo hecho hace cuatrocientos años, cuando escaparon. El tiempo es cíclico y da revanchas. Yo la tengo hoy – dijo, tomando una de las antorchas.
Josephine y su jefe no entendían demasiado o no querían hacerlo o el vino no se los permitía. Se vieron de golpe rodeados de fuego y gritando sus nombres.


Desde la estación, el maquinista gritó:
-José, José, mirá el fuego.
-Pero la puta que lo parió a ese borracho. Otra vez con la historia del tiempo cíclico y la hostia. Si sigue así nos va a terminar de cagar el negocio.

viernes, 8 de agosto de 2008

Agarrate Catalina.

Catalina sabía sobremanera en qué terminaban las discusiones con su amante. En nada. Y también en ridículas y estrambóticas pesadillas. Por lo tanto, se acostó con la certeza de que no iba a tener algo nuevo para contarle a su psicoanalista en la próxima sesión. Pero su subconsciente parecía no tener intenciones de dejar de sorprenderla.
De pronto, y sin saber cómo ni por qué, se vio a sí misma como espectadora de un debate entre Dios y un loco.
-Yo puedo tener un leve desequilibrio, lo admito. Pero vos… podrías habernos ahorrado unos cuantos problemas si hubieras prestado un mínimo de atención a tu máxima criatura.
-No entiendo adónde vas.
-¿Cómo se te ocurre hacer un hombre sin ponerle una madre por delante primero? Esa falta, estoy seguro, es el origen de todos los conflictos de la raza humana.
-¿Y cómo sabes tú que Adán no tenía madre?- preguntó Dios.
-Por la simple razón de que he visto unas fotos suyas en el último número de la revista “Antropología Enigmática” y he notado que no tiene ombligo.
Catalina se distrajo cuando escuchó un ruido muy fuerte, como el alarido de una bestia. “Lo único que falta es que a esta discusión se sume el diablo”, pensó. Aunque en realidad, se parecía más al rugido de un león. O a alguien que corta leña con un serrucho. O… al ronquido de Francisco, su amante, que había logrado interrumpirle el sueño.
Tratando de no despertarse del todo, le incrustó la rodilla en las costillas. El ronquido cesó, pero Dios y el loco ya se habían ido.
A la mañana siguiente hicieron las paces en el desayuno. Ella, como siempre, reconoció que él no podía inventar más de un viaje a San Luis cada quince días. Él, también como siempre, le pidió un poquito más de paciencia.
Su mujer estaba muy enferma y, Dios mediante (esas fueron sus palabra textuales), en un par de meses estarían viviendo juntos.
-Sabés muy bien que la cosa no pasa por ahí. Lo que menos me interesa es que precisamente esa mujer se muera.
A Catalina, atea declarada y acérrima, la presencia de Dios dos veces en el mismo día le dio un pequeño escalofrío. Que Francisco lo involucrara como directo implicado en la solución de sus problemas de pareja la sacaba de quicio. Todo esto sin perder de vista el tema del ombligo. Después de todo, qué podía importarle el olvido de un pequeño detalle, nadie es perfecto. Pero no pudo ignorar la obvia vinculación del sueño con otro conflicto, irresuelto, omnipresente: su propia madre. Entre otras cosas, ella no podía dejar de reprocharle que saliera con un hombre casado. Mamá no podía entender que no tuviera en cuenta los sentimientos de esa pobre mujer engañada. Por otra parte, lo que menos toleraba Catalina era que a continuación metiera al padre en el medio:
-Si tu padre viviera… - solía decir, así, con puntos suspensivos y todo.
A veces, hasta nombraba a su actual marido.
-Yo le pedí que me ayude a convencerte de que esto es una locura, pero él no se quiere meter. Dice que no tiene tanta confianza con vos como para sentarse a hablar de estas cosas. Si ni siquiera quiere estar en casa cuando vos venís, lo que hacés le da vergüenza.
Punto exacto en que Catalina daba por concluida la visita.

Había conocido al hombre del día del casamiento. Catalina recordó en ese momento una frase en inglés que había aprendido en el instituto al que iba de chica “I couldn’t believe my eyes”. Exactamente lo que le pasaba. Porque era más que no poder creer lo que estaba viendo. Era como si los ojos le estuvieran jugando una mala pasada. Como si la estuvieran traicionando y le mostraran otra cosa distinta de la realidad. Eso no podía estar sucediendo. Hacía sólo cinco meses que había muerto el hombre más amado por Catalina en este mundo. Su amigo, su cómplice, su compinche, su maestro, su confidente. Es decir, su papá. Y ahí estaba ella, tan radiante y tan contenta con el marido nuevo. Al mes de casados, éste, tratando de ganarse a la hija adoptiva, le hizo una confesión. Hacía dos años que él y su madre eran amantes. En ese instante, Catalina pensó lo bueno que sería que este hombre, que entre paréntesis era más joven que la tramposa y bastante buen mozo, encontrara otra mujer. Así, su madre, como suele decirse comúnmente, tomaba un poco de su propia medicina.

Muchas veces Catalina había estado apunto de confesarle todo. Pero el corazón de mamá andaba fallando, y Catalina no quería ser responsable de algo así. De eso que se hiciera cargo el Dios de Francisco. Exagerada como siempre, la madre, sin embargo, no se cansaba de repetir que no se quería morir sin conocerlo. Que los años y la enfermedad la habían vuelto más abierta y que podía llegar a aceptarlo. Si algún día la colmaba demasiado con sus peroratas moralistas, era capaz de acceder y todo. Es más: cuando fantaseaba con el encuentro, le surgía una semisonrisa amarga.
Mientras rumiaba todo esto y se perdía en sus laberínticos delirios, se puso el uniforme de ejecutiva – tailler gris, zapatos negros de taco alto – y salió para la oficina con el maletín cargado de papeles y de proyectos para analizar. La esperaba un día de mucho trabajo. La Ford Chase Chicago Group Corp. decidiría – basándose en sus informes – qué nuevos emprendimientos eran dignos de ser tenidos en cuenta.
Entre reuniones llamó a su amiga Lidia, que no pudo evitar reírse cuando ella, justamente ella, Catalina, comenzó a hablarle de Dios, soluciones y ombligos, convencida de que todo eso junto significaba algo. Lidia sólo atinó a responderle que no había que ser psicóloga ni vidente. Le aconsejó que, en lugar de perderse en divagues sobre Dios, se concentrara en solucionar sus propios problemas, personales y terrenales, pero no por eso menores. El consejo de su amiga no le sirvió. No tenía tiempo, bastante con la sesión de terapia semanal. Debía enfrentar a una galería de alacranes y hacerse respetar. En realidad, le venía bien estar tan ocupada, para no recordar.

A los dos meses Dios no tuvo mejor idea que darle la razón a Francisco. Pero sólo en parte, porque en realidad no les solucionó ningún problema. En el entierro, el viudo trataba de consolar a la huérfana. Y todo el mundo se enterneció ante esa imagen.
Todos, menos Catalina, que por dentro se enojaba todavía más con Dios por mandarle de golpe toda la culpa que no había sentido nunca hasta ese momento.

martes, 5 de agosto de 2008

Rafa.

Hasta ese momento había sido, como mínimo, peligroso. Tenía plata, mucha. No importaba si propia, ajena o prestada, bastante que fueran grandes cantidades. Nadie supo nunca qué profesión u oficio ejercía. Su tarjeta de presentación informaba: Rafael Cascón – Empresario. Hacía negocios. Con una envidiable creatividad y una regla de oro propia: no subestimar la estupidez.
Según la moda, tuvo canchas de paddle o pistas de patinaje sobre hielo. Importó millones de chucherías. Creó el “yo-yo que nunca falla”, que en vez de hilo tenía una cinta elástica. Con el invento del muñeco del Hombre Invisible logró vender miles de lindas cajas vacías.
Casado desde hacía treinta años con Renata, no tuvieron hijos. Razón por la que ella estaba tal vez un poco, según él, alterada. O a lo mejor Dios, con divina sensatez, no se los había concedido precisamente por eso. Nunca se llevaron del todo bien; aunque las cosas habían ido mejorando paulatinamente.
Tanto que en público, en todo caso, siempre mostraban una sonrisa, un aire de vean-todo-lo-que-se-logra-con-mucho-diálogo-y-psicoanálisis; una versión de la pareja que, en comparación, los Ingalls resultaban unos sádicos depravados.
Se habían conocido en un baile. “Si yo fuera vos, me enamoraría de mí”, le dijo él con esa incontenible originalidad tan suya y siempre a flor de labios. A ella le gustó, y se casaron. Sobre la idiosincrasia femenina, él tenía su teoría: “La mujer, como las locomotoras antiguas, funciona a pito y leña”.
Claro que también era capaz de apabullarla con una generosidad espantosa. A Renata no le faltaba nada.
Hacía veinte años, por ejemplo, que una vez por mes la invitaba a internarse un par de días en un spa donde recibía los más burbujeantes baños de champagne, sales y algas marinas y le aplicaban un tratamiento facial a base de extracto de caviar. No ignoraba, por otro lado, que su marido le había regalado el lavarropas modelo “Inteligente” sólo para humillarla.
Aunque la fiesta que le organizó cuando cumplió cincuenta años fue la envidia del barrio. Ninguna de las vecinas dejó de comentar lo mucho que la debía de querer para agasajarla así. A medianoche hasta apareció un super auto de regalo. Con un moño y una torta gigantes, con un número cincuenta más grande todavía, pero con otra sorpresa adicional: una odalisca que bailó casi exclusivamente para él, y que se llevó unos cuántos billetes.
Rafa bailó, con ella por supuesto, y después con todas; con cada una de las chicas de la fiesta de su esposa, y con las amigas de Renata, sin privarse tampoco de las hijas de las amigas, que lo llamaban tío Rafa y morían de risa con sus chistes, deslumbradas por tanta solicitud.
Total que, cada más o menos media hora, Renata se escapaba al baño, se miraba en el espejo, verificaba las arrugas y la incipiente celulitis y lloraba un poco. Después se retocaba el maquillaje y volvía a salir a escena. Inútilmente claro, pues ya nadie parecía seguir pendiente de ella ni recordar que era su cumpleaños.
Cómo no se iba a permitir entonces aunque más no fueran pequeñas venganzas. Como cuando Rafa se operó de la vista. Se sabía que él iba a quedar ciego por un par de días. Un amigo lo acompaño al sanatorio porque Renata tenía mucho que hacer. Envuelta en un vértigo decorativo, cambió todos los muebles de lugar. Él puteó un poco, y se magulló bastante, nada más. Pero si nunca le había dado importancia a lo que su mujer hacía o dejaba de hacer, por qué ahora habría de dársela: quizás ella se había distraído, simplemente.
Es que, sin ninguna duda, con el tiempo habían logrado limar asperezas y alcanzar ese estado en que el veneno no pasaba por lo general de un simple e inofensivo duelo dialéctico. Pero rencores, lo que se dice verdaderos rencores, ya no los tenían.

sábado, 2 de agosto de 2008

Gregorio, el torpe.

Gregorio siempre tuvo el mismo problema. De chiquito a muchos, a la mayoría – a todos, en realidad – les daba risa; por ejemplo, cuando a los doce meses trataba de dar sus primeros pasos y se llevaba todo por delante.
Ahora que tiene cuarenta años también se ríen, aunque resulta un poquito más patético. Nadie se explica cómo ni a la puerta le emboca, pobre.
En realidad, los objetos le juegan sucio.
A él las llaves y los anteojos, por ejemplo, no se le pierden, se le esconden. Las escaleras se aplanan de golpe con tal de que se caiga. Los cuchillos se deslizan silenciosamente hasta su dedo justo en el preciso instante en que él esta cortando la carne y levanta la vista para ver el noticiero. Y cuando va a servirse el vino, con el pie izquierdo no tiene más remedio que tocar la pata de la mesa, el vaso se corre y la botella lógicamente parece reírse mientras vierte el líquido, por supuesto todo afuera.
Y así, una mañana, en el revuelto de páginas en que se había convertido el diario mientras desayunaba, al lado de la mancha de café con leche, vio un aviso importante. “Terapias breves de disfunciones”. “Justo para mí”, pensó. No entendía muy bien las abreviaturas que completaban el aviso, pero creyó que “eyac.prec.” e “impot.” debían de encajarle. Después de todo, cualquiera fueran, las disfunciones siempre eran disfunciones. Llamó y concertó una cita para esa misma tarde. Casi no llega. Varias veces se le cayó el jabón mientras se bañaba, y el muy guacho la misma cantidad de veces se le puso justo debajo del pie.
Después de algunos contratiempos inevitables (la puerta del ascensor le agarró la manga de la camisa, que por otra parte llevaba fuera del pantalón porque antes de salir fue al baño, se le rompió el cierre y ya no tenía tiempo para cambiarse) llegó al consultorio. Los cuadros que adornaban las paredes le llamaron la atención pero, por las dudas, no se quiso acercar demasiado para verlos mejor. La secretaria le cobró los ciento cincuenta pesos de la consulta y le indicó que esperara. Apenas entró, la doctora lo miró por encima de sus anteojos y anotó algo.
-Usted dirá, Gregorio, en qué lo puedo ayudar.
-Bueno, no sé cómo explicárselo, doctora, no es fácil.
-Animesé, por favor.
-A mí las cosas… es como que se me anticipan, salen disparadas antes de lo que yo quiero.
-Ajá – dijo ella con cara de entender.
-Y siempre termino teniendo accidentes, que me dan mucha vergüenza.
-Comprendo, comprendo, continúe.
-Y yo no sé qué hacer. A veces prefiero directamente no hacer nada. Y es ahí cuando sufro, cómo decirle, no me sale la palabra…
-¿Impotencia?
-¡Exacto, doctora! Esa es la palabra. En resumen, yo quiero pero no puedo. ¿Usted cree que me puede ayudar?
-Sí, por supuesto. Mire, para empezar le voy a recetar unas pastillitas que hacen maravillas. Se me toma una todos los días, con el almuerzo. Va a ver que a la noche está fuerte como un toro.
-Eso es lo que necesito, doctora, fuerza.
-Claro, claro. Hágalo durante una semana y venga a verme el miércoles que viene.
-Gracias, doctora, gracias.
-Por favor, es mi obligación. Antes de irse, no se olvide de pedirle el turno a mi secretaria. Hasta luego.
Salió del consultorio bastante satisfecho. La doctora le había caído bien. Lo había comprendido enseguida. Ojalá pudiera ayudarlo.
Al cerrar la puerta de calle se agarró un dedo y, al sacudir la mano para aliviar el dolor, se le enredaron las piernas y el piso lo recibió duramente. Sin despegar todavía la nariz de la baldosa escuchó un pedacito de un tango que salía del bar de al lado. Le llamó la atención.
Se paró, entró y se pidió un café y una ginebra. Escuchó el tango, pagó, salió otra vez a la calle y tiró la pastillita de la doctora. No hacía falta. Nada iba a cambiar. Se dio cuenta de que todo estaba escrito en algún lugar y de que cualquier esfuerzo resultaría inútil.
“Nació un día que estaba borracho Dios”, decía el tango. Y entonces, por primera vez, se sintió importante. No cualquiera tenía la suerte de constituir la prueba viviente, como él, de que ni siquiera el Maestro era perfecto.