viernes, 19 de diciembre de 2008

el del Lauchi

De eso se trata: de ser o no ser salvaje.
Facundo - D. F. Sarmiento








No había una vez. Nunca había habido una vez para el Lauchi. Ni una vez, ni una casa, ni un padre, ni nada. Ocupaba una casilla de cartón con la vieja. Y eso era todo. Algunos vecinos, los más antiguos, decían que era su abuela. Ella hablaba poco y él nunca preguntó nada.
Vivían de una escasa pensión que cobraba Everilda, de lo que les daban los vecinos y de las monedas que el Lauchi juntaba haciéndoles algunos mandados o cortándoles el pasto. Diarios, latas, sobras de asados, ropa con agujeros, autitos sin ruedas, barajas viejas, vestidos de fiesta con quemaduras de cigarrillos, todo iba a parar a la casilla. El lunes era el mejor día; el panadero – de quien las malas lenguas decían era su tío – le regalaba las facturas que no había vendido el domingo.
La maestra que vivía al lado del almacén, recién ascendida a asistente de dirección, se mostraba preocupada por el futuro del Lauchi.
-Un chico que no sabe leer ni escribir queda afuera de todo – solía decirle con la mejor de las intenciones.
Él la escuchaba, aunque no entendía cómo podía quedar afuera de todo si nunca había estado adentro de nada. Le traía viejos formularios de la escuela o papeles escritos de un solo lado para que practicara del otro, mitades de lápices y crayones que los alumnos se olvidaban en el colegio.
-Vos practicá en estas hojitas, que si estudiás y te esforzás, lo demás viene solo.- Siempre decía más o menos lo mismo. Pero como nunca le explicaba qué practicar, en qué esforzarse ni qué vendría, con Everilda usaban todo eso para prender el fuego.
Los demás chicos de la cuadra se juntaban todos los sábados a jugar a la pelota en el baldío de Matanza y Chascomús. El Lauchi se pasó años mirándolos desde la esquina. De a poco, se fue acercando hasta llegar al límite no marcado de la cancha. Parado con las manos en los bolsillos, hacía dibujos en la tierra con los pies, masticando algún pasto y siempre listo para alcanzarles la pelota cuando se les iba. Hasta que un día falló uno y le preguntaron si se animaba. Fue al arco. A partir de ahí, cada tanto, cuando faltaba alguno, lo dejaban entrar.
El Lauchi tenía ganas de jugar siempre, y se ganó un lugar a los golpes. Literalmente a los golpes. Una tarde, se acercó a Jorge, el cabecilla del grupo, y le propuso:
-Yo me paro delante de cualquiera para que me pegue tres minutos sin parar, un round entero. Yo no hago nada, no contesto quiero decir. Si no me caigo, juego y el que me pegó se queda afuera.
Les pareció divertido, novedoso, y aceptaron.
Impávido, recibía uno tras otro los golpes. De pie. Como si fueran moscas. Terminaba jugando todos los sábados y ya no les pareció tan divertido, ni mucho menos novedoso. Entonces Jorge le dobló la apuesta.
-Hoy viene a jugar el Chino, el de la otra cuadra, te parás adelante de él y, si te lo bancás, jugás siempre.
Grandote el Chino. La primera piña en la boca del estómago lo dobló al medio, pero no se cayó. La segunda le entró de lleno en la mandíbula y lo ayudó a enderezarse. Se le hizo un corte arriba de la ceja derecha y le empezó a sangrar la nariz. Escupió un diente. Los brazos inmóviles al costado del cuerpo, sin cerrar nunca los ojos, ni siquiera cuando tenía el puño encima. Recién como a la décima trompada soltó una lágrima. Le hicieron trampa, fueron más de tres minutos, pero no lo pudo voltear.
Se limpió la cara con la remera y dijo:
-No quiero ir más al arco, ahora juego de cinco.
No se animaron a decirle que no. A los doce años, el Lauchi se ganó por primera vez algo de respeto.
Poco a poco se fue integrando al grupo. Después del partido iban al kiosco, compraban gaseosas, alguna que otra cerveza y lo invitaban. Como a ellos los padres no los dejaban fumar, el Lauchi les compraba los cigarrillos y se quedaba con dos por paquete. Hablaban de chicas, de fútbol, de autos.
Un sábado la cuadra amaneció alborotada. Era el cumpleaños de quince de Claudia, la hija del dueño del corralón. En el kiosco, después del partido, no se habló de otra cosa. Los chicos conocían a todas las compañeras de la escuela de la hija de don José; el Lauchi escuchó en silencio la descripción de todas. Por fin dijo:
-Qué bien la vamo’ a pasar, ¿no?
-¿La Claudia te invitó a vos también? – le preguntó el Chino.
-¿Cómo no me va a invitar si juego a la pelota con ustedes? ¿Somos amigos o no? Aparte, yo ya fui varias veces de la Claudia a cortar el pasto.
-Eso no tiene nada que ver, che, obligación no tenía. Cuidá la tarjeta, que no se te pierda entre todas las cosas que tenés en la casilla. Mirá que si no la llevás no podés entrar, eh.
Y la verdad era que no podía perder la tarjeta, simplemente porque no le habían dado una.
Esa noche se paró en la vereda de enfrente, fumó varios cigarrillos. Vio como todos sus amigos iban llegando, y las amigas del colegio de Claudia, y los parientes. A nadie le pedían ninguna tarjeta, así que se mandó. En la puerta lo atajó don José.
-¿Qué hacés acá, pibe?
-Vengo a la fiesta.
-No querido, disculpame viste, pero hoy no te puedo dejar pasar.... entendeme, están las amigas de la Claudia... Mañana te doy unos sanguchitos...
Se quedó otro rato en la vereda de enfrente.
Empezaba a sonar el vals cuando dio media vuelta y se fue a caminar. Primero pensaba llegar hasta el parque de la avenida, pero cuando estuvo ahí, como no estaba cansado, siguió. El paisaje cambió, ya no había casas bajas sino edificios y más autos y carteles. Siguió caminando y llegó al río. No sabía qué había del otro lado, pero cruzó el puente. “Total, perdido por perdido”, pensó.
En el barrio no lo vieron más. Los primeros días se preguntaron dónde andaría. Después, todo siguió igual, y ni siquiera la maestra se acordó de que el Lauchi había empezado a aprender a leer y a escribir.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

el del abuelo

...it was something to have
at least a choice of nightmares.
Heart of Darkness
Joseph Conrad




Había guardado todo lo sucedido bajo noventa cadenas y setenta candados. Pensó que así podría seguir con su vida normal y hacer las paces con Dios. Pero poco a poco, sin darse cuenta hasta que fue demasiado tarde, las cadenas se le hicieron carne. Se fueron transformando y terminaron por convertirse en anacondas.
Ella las pudo dominar hasta ese día, una semana atrás. Era sorprendente que una mísera, triste y sucia tirita de cartón en la que se dibujaban dos rayitas rosadas tuviera semejante poder. Un positivo que no era otra cosa que la negatividad misma. Impensado. Imposible. Innombrable. Innecesario. El hijo y el hecho repetido una y mil veces que lo había engendrado.
Sintió que las anacondas despertaban, inquietas, fastidiosas, se revolvían y pugnaban por salir a la luz. Quería vomitar, liberarlas. Pero no podía hacerlo de una manera caótica ni desordenada porque entonces no quedaría nada en pie. Ni ella misma. Debía educarlas y mimarlas para que la obedecieran sin cuestionamientos. Tenía que hacerse amiga y enseñarles, como una buena madre, a quien atacar si no, desesperadas y medio ciegas no la reconocerían y terminarían devorándola por ser la única a la vista.
Todos se habían ido de un modo u otro. El padre accidentado y, tal vez, accidental. La madre, que en otro acto de extremo egoísmo, se había muerto cuando ella más la necesitaba. Las amigas que, desde la ignorancia absoluta, sólo demandaban.
El único que siempre estaba era el abuelo. Cuando a los doce años quedó sola, se la llevó a vivir con él. La atendió, se hizo cargo de su educación, le dio la seguridad que le hacía falta. Ella sabía que si estaba el abuelo nada demasiado malo podía sucederle. A cambio, se había comprometido a cuidarlo hasta su muerte y a hablar poco. Por eso no quería decirle nada. Al fin y al cabo, sentía que la culpa era de ella por no haberse cuidado.
Se lo había contado sólo a la vecina, la misma que le vendía los cigarrillos prohibidos, quien, a su modo, trató de ayudarla. Le dio un papelito con una dirección.
-No necesitás pedir turno, llevá la plata nomás. El embarazo es un estado maravilloso, lástima que la consecuencia sea un bebé. Ya vas a tener tiempo más adelante. Tenés dieciséis años nada más, sos muy chica para atarte.
“Tranquilas, queridas, tranquilas”, dijo mientras se acariciaba la panza, tirada en el sofá, los ojos fijos en el techo blanco. “Un último esfuerzo es lo que les pido, nada más”. Hasta que no empezó a hablar en voz alta, no se dio cuenta de la bronca que tenía.
Un sonido seco la sacó de sus pensamientos. El cuchillo que había dejado sobre la mesa la miraba desde el piso. El gato y el abuelo dormían plácidamente en el sillón del living como ella hacía noches no podía. No cabía duda de que era una señal. Dios se lo había puesto ahí a sus pies y parecía gritarle “no seas cobarde, terminá con esto de una buena vez”. Se paró y le dio un beso en la frente al abuelo, despidiéndose. Lo iba a extrañar.
Se vistió y escribió una carta explicando el porqué del suicidio y confesando todo lo que había hecho. Firmó como Bartolomé Miranda.
Cerró todas las ventanas, abrió las llaves de gas y agarró el gato. Salió a la calle, tomó un taxi y en silencio entregó el papelito con la dirección.

viernes, 21 de noviembre de 2008

el de las chicas.


"Vuela, pensamiento, y diles
a los ojos que más quiero
que hay dinero."
Quevedo


"Hay efectivo".
Alberto Olmedo



-Hola.
-Hola, ¿Maru?
-¿Qué hacés, Clau? ¿Cómo andás?
-Para la mierda.
-¡Eh!... ¿Qué pasó?
-Nada... todo... qué sé yo.
-¿Te estás por indisponer?
-No, no... estoy cansada, todos los días lo mismo. Los nenes en la escuela, Julio en la oficina, yo todo el día sola con Juana, un embole mi vida.
-¿Pero no empezaste tenis la semana pasada?
-Sí, pero no me alcanza.
-Y bueno, buscate otra cosa.
- ¿Vos también te vas a poner como Julio, que piensa que como no trabajo me rasco todo el día? ¿Y a los chicos quién los va a buscar a la escuela? ¿Quién los lleva al pediatra? ¿Quién hace las compras y les prepara la comida?
-Juana, dulce.
-Al pediatra voy yo, che. Y también soy yo la que tiene que pensar qué comprar, hacer la lista y decirle qué cocinar. Porque cada uno tiene sus mañitas en esta casa.
-Entonces estás bastante ocupada.
-Obvio que estoy ocupada. La casa, la escuela, el perro... ¿Y no te pasa a vos que todos piensan que tenés tiempo de sobra y te encajan mandados? "Ay, vos que podés, ¿por qué no te encargás del regalo de la maestra", "Ay, vos que tenés tiempo, ¿por qué no organizás algo lindo para fin de año para el grupo de gimnasia?"
-Todo el tiempo me pasa, pero qué querés, es la envidia.
-El colmo fue el otro día la mina que me hace el drenaje linfático, ¿sabés la que te digo, no? La del spa que abrió hace un par de meses sobre Libertador.
-La ubico, sí.
-¿Fuiste? Es buenísima, te mejora un tocazo la celulitis.
-Sííí. Y también tienen otra mina que te hace lo de las vendas frías y el criógeno que es buenísima. Y ni hablar de la que te hace el velo de colágeno.
-Esa no la probé, ¿ves?
-Te la super recomiendo. Te deja el cutis como un bebé y, si querés, también te saca las manchas.
-La semana que viene empiezo. Bueno, pero volviendo, ¿a qué venía esto? Bueno, no importa, ¿entendés lo que me pasa?
-Gordi, te re entiendo, pero es así, qué le vas a hacer.
-No sé, por lo pronto, estuve hablando con Julio y le dije que esto así no da para más. Yo necesito más atención, que me charle un poco, sentirme más contenida. No puede ser que cada vez que yo le voy con un planteo me diga todo que sí y después no haga nada. Siento que me subestima, ¿me entendés lo que te digo?
-Obvio, si a mí me pasa lo mismo.
-Me parece que le voy a decir que nos separemos, o que por lo menos nos tomemos un tiempo.
-Ay, nena, pensalo. No es fácil nuestra situación, pero peor es estar sola.
-¿Y quién te dijo que me voy a quedar sola?
-¡Epa! Dame detalles.
-Ojitos verdes.
-¿Quién?
-Brazos musculosos.
-No lo ubico.
-El potro del kiosco, nena, el que está al lado del lavadero de autos.
-Ay, cierto, está buenísimo ese bombón. No me digas que te tiró onda.
-Me parece que lo que quiere es que yo le tire otra cosa a él. Te cuento... El otro día cuando fui a hacer lavar la camioneta, me dejó una rosa roja en el asiento. ¿Sabés cuánto hace que Julio no me regala flores? Pero no sé, viste. Es tan pendejo que no sé si fifármelo o adoptarlo.
-Pero divertite, nena, una alegría cada tanto. Un poco de adrenalina. Eso sí, cuidate, no vaya a ser cosa que te pase como a mí.
-¿Qué te pasó? No me digas que te descubrieron lo del profe de salsa, pero si eso fue hace como dos años.
-No, justamente, nunca me descubrieron. Y yo nunca voy a descubrir si Tomasito es Alcolumbre o García.
-Ay, tenés razón, me había olvidado de eso. Bueno, muy morochito no es, así que debe ser Alcolumbre, quedate tranquila.
-Mirá, y si no, me iré a la tumba con la duda.
-Totalmente.... Ay, mirá la hora que es. Me tengo que ir a Pilates. Hablamos a la tarde, corazón.
-Listo, bonita.
-Gracias por escucharme. Te quiero mucho.
-Yo tampoco.

martes, 18 de noviembre de 2008

Autobombo.

La revista EL ARCA DIGITAL hizo el siguiente comentario en su último número:





Huracán en la garganta
Adriana Menendez
Nuevohacer- Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 2008

Trece historias bastan para revelar la capacidad narrativa de Adriana Menendez. En ellas se encuentra todo lo que debe conformar una buena pieza del género. Brevedad. Concisión. Conceptualización. Ligereza en el tono. Belleza en la expresión y buen remate final."Huracán en la garganta" es una explosión de sentimentos exponiendo pequeñas anécdotas cotidianas, a veces poco perceptibles, para sensibilidades no acostumbradas a la observación de detalles mínimos que definen convivencias, estados de ánimo, captaciones en fin, de realidades tan comunes como la existencia misma. Cada uno de estos relatos deja al desnudo, como a contraluz, con sutileza, una personalidad oculta en cada personaje, como el de la madre, que deja mensajes anónimos en el contestador de su hija con el fin de desestabilzar su pareja; o el de la monja, que decide dejar en libertad sus instintos eróticos de manera exagerada; o las amigas, que hablan por teléfono interminablemente sin comunicarse nada realmente importante, sin escucharse siquiera la una a la otra; o el de la boda, en cuya fiesta convergen distintas clases sociales, lo que enfrenta las diferentes características personales e, inopinadamente la esposa de un subalterno de la empresa en que todos trabajan, decide romper con todas las reglas de etiqueta y de buen gusto. Todos los relatos muestran un trasfondo silenciado en sus protagonistas, que en algún momento se hace visible. No siempre en el más oportuno. La serie narrativa, que se agrega a dos títulos anteriores de Adriana Menendez (1965) "Un poquito de smog" y "Maquiavelos y estafados", se enriquece en una cuidada edición que lleva una contratapa firmada por Fernando Sánchez Sorondo.
Nina Thürler
( pido perdón por el ataque de vanidad, pero no me pude contener, lo quería compartir, gracias)

viernes, 14 de noviembre de 2008

el de la loca

En mí, la personalidad es una especie de forunculosis
anímica en estado crónico de erupción...
Espantapájaros – O. Girondo




...como los locos, dicen que hablo sola como los locos; y obvio, ¿qué esperan? ¿y los dormidos qué? ellos también hablan, como mi sobrino carlo, y nadie les da bola aunque confiesen que apuñalaron a diez por la espalda, y a mí sí; si no les gusta lo que tengo para decir es otra historia, encerrada como estoy entre estas cuatro paredes donde me pusieron; usted espere acá, ni que fuera fácil, para qué me rompí el culo estudiando tantos años en la facultad, la pasé bien igual, era tan joven... para terminar acá, no digo que no me guste, es lindo pero está lleno de viejos escleróticos y te viene a ver tanta gente que uno no conoce o sí, a ver voy a espiar, sí a esos dos los he visto antes, ja, mis hijitos lindas joyitas corazones de mamá tan perfectitos ellos ¿por qué me salieron así? yo no los quería y vinieron así que ahora a bancársela, hice lo mejor que pude si tienen alguna queja que vayan al psicólogo como yo qué mierda; admito que mi psiquiatra está loco dice que soy una soberbia, pero si mi perfección no deja lugar para la soberbia... se creen que no sé qué piensan él con su mujercita y esos dos angelitos que tiene de hijas nunca vienen a verme la madre no las debe dejar ¿qué problema tiene la abuela? esta señora no sabe que no se puede criticar a la madre de un ser humano, salvo a mi suegra que es un bicho canasto y como tal engendró a un gusano, ¿las voy a comer? cuántos bomboncitos me comí en la época en que viajaba, el italiano fue el mejor no tenía problemas no le hacía asco a nada, hablando de eso no hay nada que me genere más asco de ese tipo profundo carnal visceral que sentarme en el inodoro y que la tapa esté calentita... y cómo no van a ser así mis nietitas los monos tienen monitos y mi hijito se las trae, se cree que no me doy cuenta pero cuando puede me echa en cara que lo abandoné por mi carrera, si la niñera que les puse era bárbara la alemana, tres idiomas hablaba, no tengo culpa porque mi maridito hacía lo mismo se cogió a todas las minas de la oficina y cuando no quedaba ninguna llamaba putas, toda la vida haciéndome la boluda y comiendo con gente que también sabía y yo, lady di un poroto al lado mío, pobre mujer morir tan joven, otra cornuda consciente y complaciente pero que bien tenía sus asuntos por ahí, le gustaban mucho los tampones ¿o ése era el marido? no importa, lady di y yo somos parecidas, habrá abortado ella, y bueno ya tenía cuarenta y cinco para qué traer otro pibe al mundo, la alemana ya se había jubilado y vuelto a alemania y a mí me estaban por nombrar presidenta de la sociedad endocrinológica de américa latina qué iba a hacer, los otros ya estaban criados, si la nena ya vivía sola no como ahora con ese don nadie que se llevó al departamento, cómo no se da cuenta que la usa que lo único que quiere es vivirla y sacarle los pocos pesos que gana, en mi época vivir con un hombre sin casarse no existía, espero que por lo menos tenga orgasmos yo me enteré que existían los múltiples de grande y por la tele qué boluda pero después me puse a tiro qué desperdicio tantos años menos mal que por lo menos el doctorcito me hizo gozar como loca si no, gritaba como una yegua ¿seguirá viviendo en el campo mi primo? la verdad es que pensando te olvidás de la gente... y ahora que enviudé gracias a dios, se hacen los preocupados por mí, que si tuvieran lugar me llevarían con ellos que la plata no alcanza si no, yo me arreglo sola gracias, todo para terminar acá, con todo lo que leí en mi vida evidentemente no aprendí nada, tanta filosofía tanta filosofía terminé hablando sola, por lo menos tengo el pucho mi fiel compañero fasito, me gustaría conseguirme alguno de los otros hace tanto que no fumo voy a ver a quién le puedo pedir, pero ahora es más difícil vieja loca me van a decir a la vejez viruela qué se piensan, que nunca me fumé un porro, la puta que los parió a todos... ya me van a escuchar ahora en un ratito nomás les voy a hablar de la malaria argentina como epifenómeno del trastorno de conducta, desde los diaguitas hasta hoy, malaria es lo que deben tener todos estos si no tienen un mango, o la conducta se les habrá trastornado por otra cosa... el que nunca me vio fumada fue mi marido pobrecito dios lo tenga en la gloria, no lo hubiera soportado, o yo no hubiera soportado otro bife más cuántas cachetadas me dio no se bancaba que a mí me fuera mejor que a él, menos mal que se murió bien en el infierno debe estar con todas las que se mandó, cuando recién lo conocí y hablaba poco pensaba que era enigmático y seductor, mudo era el tipo nunca tenía nada interesante que decir y yo con ese huracán en la garganta permanente, un tendal dejó el turro, el peruano que si te descuidás te la agarra con la mano dice el chiste me quiso cobrar la deuda a mí a magoya cobrásela le dije andá mirate la de gibson vivite las doce horas de pasión en machu pichu y después hablamos bombón, igual mel gibson me gustaba más cuando hacía las de aventuras cómo me calentaba en arma mortal me acuerdo de la escena cuando se mete el revólver en la boca, yo no me quiero matar a veces me quiero morir nada más aunque sería mejor que nos muriéramos todos juntos si no te sentís muy mal porque en tu familia se quedan todos solos sin vos imaginate encima de muerta angustiada es demasiado, así no hay cuerpo que aguante... cuánta mierda junta... esta comida que te dan acá es horrible yo tengo la vesícula perezosa después me da gases y repito todo el día y para colmo no me cortan la rúcula a la gillette como a mí me gusta yo soy fina y delicada y nadie se da cuenta y la pizza que me dieron el otro día no era finita, qué mal te veo buenos aires todos comen carne podrida, bien espectacular va a ser mi muerte seguro después me van a llorar, al buey solo dios lo ayuda y bien se lame el que madruga no hay peor sordo que el que no quiere ver... ahí viene otra vez ese monigote cara de chupaleta, por qué no vino hoy a la mañana cuando me desperté y no me encontré no me ayudó a buscarme buen susto me di y a nadie le importó nada...

miércoles, 12 de noviembre de 2008

De vuelta.

El jueves pasado fue la presentación de Huracán. Día de nervios, expectativas, que quién vendrá, que quién no, que qué me pongo (típico de mina a último momento todo te queda mal). Día emocionante. La gente fue llegando, los amigos de siempre, los conocidos, y las sorpresas. Emoción enorme cuando llegó Esther Díaz,

doctoraza en filosofía, a quien admiro muchísimo. Y ni hablar de dos personas muy queridas por estos pagos, que siempre pasan y dejan sus comentarios: Marce D’Onofrio

(detrás del amigo en primer plano, esperando para saludarme y seguramente pensando "¿estas cosas dice después de una copa de vino?")
y de Espejo,

(sorprendido en un primerísimo plano, y tal vez también por las cosas que estaba escuchando de las reunidas a su alrededor). Me encantó conocerlos y les agradezco enormemente que hayan ido.
Las palabras de Fernando Sánchez Sorondo, un lujo.

Algunas de las cosas que dijo:
La presentación del nuevo libro de Adriana Menéndez en un contexto social, político, filosófico y hasta económico sacudido por toda suerte de turbulencias del país y del mundo, confirma el don de sintonía, de oportunidad –oportunidad, no oportunismo- de la autora, propia del artista verdadero -contemporáneo, ante todo, de su propio tiempo. Precisamente uno de los rasgos más interesantes de Huracán en la garganta consiste en que sus cuentos operan a la manera de una catarsis pero no individual -o al menos no sólo individual, autobiográfica- sino colectiva: una biografía no autorizada de nuestra idiosincrasia. Jung habló del inconciente colectivo: estos cuentos son eso, más la mala conciencia colectiva; y constituyen también su exorcismo. Adriana pone la garganta por donde truena el huracán, que somos nosotros. Y la loca del cuento es la loca del cuento pero también esta Argentina rayada que encarnamos entre todos y que vio el Orgasmo del Primer Mundo por la tele. La que engañamos y nos engaña con otro, con muchos otros, aunque nosotros seamos como siempre los últimos en enterarnos (…)
Fue Mario Lion, en su doble perspicacia literaria y psicológica, quien lo vio primero, cuando Adriana nos dio a conocer los borradores. Recuerdo que se entusiasmó, ante todo, con el coraje, con la osadía de Adriana, con su destreza antológica en la exaltación de lo genuino y en la sátira y el desenmascaramiento de lo espurio, lo impostado, lo trucho; ese rictus social pretencioso que Moliere teatralizó en su tiempo a través de “Las preciosas ridículas”.
Y es cierto, espectacularmente cierto: leer este libro equivale a mirarse –mirarnos- sin anestesia. Y sin embargo y curiosamente no implica para nada un ejercicio masoquista ni sádico, sino todo lo contrario: como la protagonista de la película argentina “Un novio para mi mujer”, los personajes de Adriana, mufados y antihéroes, resultan finalmente hasta heroicos en su conmovedora sed de veracidad. Y por otro rasgo que seduce en la vibración narrativa de estas páginas, al que Leopoldo Marechal supo llamar en su Adán Buenosayres “humorismo angélico”; “gracias al cual –escribió- también la sátira puede ser una forma de la caridad, si se dirige a los humanos con la sonrisa que tal vez los ángeles esbozan ante la locura de los hombres”. (…)
Huracán en la garganta constituye otra vuelta de tuerca en el escrache literario que Adriana practica, relato a relato, libro a libro, cada vez con mayor saña y talento, pero con una sonrisa. (…) Estos cuentos muestran el don extraordinario de una escritora que sabe encontrar el tono, el modo justo y la manera despiadada pero tierna de acompañarnos a reconocer un mundo que es ancho pero no ajeno, de reconciliar los opuestos, sus luces y sus sombras, mediante un sentido del humor que queda a apenas una letra del sentido del amor. (…) Adriana, de un modo que parece reservado sólo a la vida misma (y a alguno de sus privilegiados intérpretes y/o “coautores”, por así llamarlos, entre los que cabe incluirla entonces a ella) logra deslumbrar por su talento para unir los opuestos, por ejemplo lo dramático con lo gracioso, mediante un desdoblamiento o a favor de una distancia que, paradójicamente, se vuelve cercanía, intimidad.
“El cuento de los mensajes –se entusiasmó al respecto un lector que es también escritor: Gabriel Sánchez Sorondo- está entre mis preferidos… Me reí mucho con el tono dramático que iba cobrando esa amenaza, tan infantil y a la vez tan jodida, con la mala leche de la que sólo son capaces las madres de hijas mujeres”. Por su lado, Julio Bárbaro destacó la condición de “cuentos capaces de adentrarnos en universos apasionantes”.
Sospecho que es al don unitivo, integrador, antimaniqueo por antonomasia de nuestra escritora, y a su consiguiente maestría para establecer la unidad en la diversidad, que debemos esa absoluta, misteriosa, perentoria, insistente y casi anómala conexión que sentimos cuando la leemos.
Por eso es muy placentero –escribe en el blog de Adriana uno de los muchos otros interlocutores suyos que allí dan su testimonio- encontrarse con los cuentos de esta escritora, que nos lleva, sin darnos cuenta, por la historia de sus personajes…Hay algo en esos personajes que conocemos sin conocerlos, como ese marido a quien podemos adivinarlo como un cretino, aún, tal vez, sin conocer a nadie así…”
(nota mía: fue D’onofrio)
Lo comparto plenamente y creo, para terminar, que en Huracán en la garganta la autora alcanza la nota más alta en su propia producción narrativa –precedida por Un poquito de smog y Maquiavelos y estafados- y una de las voces mejores y más genuinas de su generación.
Sus relatos, sus monólogos y hasta los epígrafes que interactúan con las historias logran esa difícil sencillez por la que parecen estar allí esperándonos desde siempre, a vuelta de página, encarnados por personajes familiares por lo cercanos. Y seducen y atrapan al punto de hacernos olvidar de todo lo demás, empezando por nosotros mismos y por el hecho de que estamos sólo leyendo, leyendo cuentos, cuentos maravillosos, cuentos divertidos, cuentos conmovedores, insolentes, patéticos, desesperantes, insoportables, irreverentes, puros cuentos, al fin.”

Luego Gabriel Sánchez Sorondo tocó dos de mis tangos favoritos, “Muñeca Brava” y “Chorra” y dos temas de Waits. Y dijo una frase que me encantó: “la ficción es ese lugar donde todos somos inocentes”.
Y después nos tomamos unos vinos y nos reímos y festejamos… que no es poco.

(Y el viernes tuve un ataque de muela feroz, que no me permitió hacer casi nada hasta el día de hoy – el tío Sigmund se haría un festín conmigo)

viernes, 31 de octubre de 2008

el del ama de casa


Ejércitos de ratas invadían
las casas con aliento a tumba.
Espantapájaros - O. Girondo




Se levantó a las siete, como siempre. Despertó a los chicos, los ayudó a cambiarse mientras preparaba el desayuno; jugo, cereales, fruta y tostadas. A las siete y veinte todos estaban sentados a la mesa frente a la taza de café con leche; él también, recién afeitado y perfumado. Ella no, todavía tenía que preparar las viandas para el mediodía.
Ni bien cerró la puerta con ellos afuera, se sentó a tomar unos mates y a leer el diario. Un titular le llamó la atención: “Los piojos cada vez resisten más: el efecto de los fármacos ha ido decreciendo progresivamente”.
Se puso a lavar las tazas. Mientras lo hacía, una hormiga negra, grande y culona, paseaba solitaria sobre la mesada. Se sacó los guantes y la atrapó. Quince minutos después, todavía estaba con la hormiga en la mano. O con lo que quedaba de ella, porque le había ido sacando despacito, con un escarbadientes, con cuidado de no despedazarla, todas las patas, menos una. Y ahora veía cómo el pobre bicho trataba de seguir andando sólo sobre el cuerpo. La gracia que le causaba se traducía en una sonrisa imperfecta, tosca y angelical. El espectáculo cansó por repetitivo. La aplastó, apagó el cigarrillo y se fue a dar una ducha.
Se sacó el camisón transpirado y lo tiró en el canasto de la ropa sucia. Investigándose la cara detenida y minuciosamente en el espejo de aumento, reventó unos cuantos granitos de la nariz. Se sentó en el inodoro. Sin pestañear, con los ojos fijos en un punto indefinido del piso, las palmas juntas sobre las rodillas como rezando, hizo pis y se limpió. Recién cuando sintió la humedad en su mano derecha se dio cuenta de que no había agarrado papel higiénico.
Como por un acto reflejo, sacó del cajón del botiquín la lista que había hecho en la terapia de grupo del hospital. El doctor Holztein les había pedido que dieran un motivo para vivir. Ella, como buena alumna que era, los anotó todos.
Por la maravilla más maravillosa, mis hijos.
Por el milagro de la vida misma.
Por el misticismo que impregna mi cuerpo cuando camino por las calles de Buenos Aires y en especial por Liniers.
Por la lejana existencia de Helsinski.
“Qué manga de locos”, pensó.
El resto del día se le escapó sin darse cuenta en qué. De golpe se hicieron las cinco y los chicos ya estaban en casa. Unos minutos más y fueron las nueve. Y él también.
Cenaron, lavó los platos, mandó a los chicos a dormir. Miraron un programa político en la tele, ella le pidió plata para pagar el campamento y él se la dio. Puso el agua para un café.
Se quedó parada al lado de la cocina, como encandilada por el vapor que empezaba a salir de la pava. Se imaginó que era un volcán a punto de entrar en erupción. A punto, siempre a punto de. Pero la lava nunca surgiría. Así que, cuando se evaporó toda el agua, apagó el fuego.
Se tomó su pastilla y se fue a la cama.

miércoles, 1 de octubre de 2008

El del ambiguo.

No es original, pero no se da cuenta. Él también quiere ser lo que no es. Siente que su cuerpo hace lo que debe pero que su cabeza va por otro carril totalmente distinto y paralelo.
Abogado que desea ser músico. Esposo que ambiciona vivir solo. Padre que sólo quiere educar a un perro. Hijo que envidia a los huérfanos. Dueño de una mansión que se identifica con los cartoneros. Infinidad de amigos a quienes escucha y que lo aburren. Siempre queriendo estar en otro lugar. Sólo la fantasía del suicidio en la soledad del baño y la masturbación le da placer. Nadie se da cuenta de nada. Maestro de la simulación.
Cuarenta años. El mundo se le está volviendo levemente insostenible.
Harto de sufrirse, busca con desesperación y avidez una grieta por donde sacar a pasear sus hambres viejas. Y tal vez poder conciliar.
Empieza por probar el cigarrillo, a pesar de las quejas de su madre y su mujer. A los dos meses ya fuma un paquete diario.
“Para las cosas importantes, se usan los pasillos”, escucha en Tribunales. Comprueba sin prejuicios ni pasiones que es verdad. Tiene cada vez más casos, más importantes, más dinero. Hasta aparece en un par de revistas.
Las mujeres que siempre han estado a su alrededor se corporizan. Prueba con una. Mentir le sale bien. Se fuma el primer porro con la tercera amante, la hija de un amigo.
Algunas personas se enteran de sus aventuras y, como las celebran, siente que está cerca del ideal. Humilla puertas adentro a su mujer, desprecia en silencio a las demás, maltrata con inteligencia a los empleados. Todo sin abandonar jamás la sonrisa perversamente seductora. Nada le alcanza. Quiere llegar al máximo. Quiere superar el exceso del exceso. Quiere producirle pesadillas a los demonios y que éstos se lo agradezcan.
Se felicita por ser ese uno en un millón; único, perfecto, soberbio. Hasta el momento en que el equilibrio que encontró ya no lo satisface.
Las palmadas en la espalda lo cansan. Las mujeres lo agobian. El cigarrillo le da asco.
Otra vez la soledad del baño.
Vuelve, tal vez más sabio, aunque todavía tiene en la boca el mismo sabor amargo que dejan los sueños incoherentes. La mujer, sin reclamos, lo acepta. Lo mira y sonríe sin estridencias. Guardando el silencio que ha sostenido durante quince años.
Al principio no lo nota. Cree que todo está igual que antes. Son pequeños y casi imperceptibles cambios. Hoy, el maquillaje; mañana, la ropa; pasado, la música que escucha. Y el silencio que sigue, aunque ahora la ausencia de palabras diga tanto. Reconoce en sus ojos lo que hace tiempo tantas veces ha visto de sí mismo en el espejo. Ella no quiere admitirlo.
Él sabe que algún día se atreverá.
Acepta las reglas del juego que provocó.
Espera con ansiedad el momento en que se decida.
Desea que también vuelva, para poder empezar de nuevo.
Lo aterra la idea de que no quiera.

miércoles, 13 de agosto de 2008

Josephine, la sirvienta y el arcipreste.

Josephine estaba muy entusiasmada con su primera excursión. Hacía un mes que había llegado a esa ciudad, como escapando de la suya sin saber muy bien por qué. No había dejado detrás muchas cosas, y no lo lamentaba. Además, ese otro lugar la atraía desde hacía bastante tiempo. Hasta tenía la sensación de que volvía a un punto ya conocido. Tal vez porque era una ciudad llena de solitarios como ella. Como su jefe, con quien pronto congenió. Él le había propuesto ir juntos esa tarde a conocer un pueblito de las afueras. Tomarían un tren histórico, a vapor, que supuestamente ofrecía un viaje inolvidable hacia el pasado.
Cuando llegaron a la estación, se alegraron de ser los únicos pasajeros. Sería por el frío. El guarda, como no tenía mucho trabajo, se sentó con ellos a charlar un rato. Les contó muchas historias. Cuentos de romanos, musulmanes, judíos y cristianos. Expulsiones, asesinatos, matanzas. Batallas de invasión, de conquista y de reconquista. Arciprestes, arzobispos y cardenales disputando el poder. Crueldades y torturas cometidas en tiempos tan remotos como el siglo XVI y que sin embargo sonaban curiosamente actuales.
El relato que más les gustó a Josephine y a su jefe fue la leyenda de la sirvienta del palacio y el arcipreste. Juntos habían escrito en secreto “El libro del buen amor”, para dejar constancia de los que les sucedía y para, de paso, retratar en tono de parodia una sociedad hermosa y decadente. El problema surgió cuando esa sociedad los descubrió. Gran escándalo gran. Algunos, los menos, trataban de comprenderlos, pero eso no fue suficiente para salvarlos de la hoguera. Un día antes de cumplir la condena, desaparecieron. No quedó rincón sin registrar, pero nadie volvió a verlos ni a saber nada de ellos. El pueblo enfureció, culpando al inútil gobernador por dejarlos escapar, dándoles la oportunidad de ventilar su famoso libro y – lo más importante – sus enrevesadas y prohibidas relaciones. Tanto miedo tenían que incendiaron el palacio. El gobernador se salvó, aunque las llamas dejaron sus marcas.
-Se supone que alguno de los que simpatizaban con ellos los ayudó, pero nada se pudo comprobar. Igual mataron a unos cuantos. Dicen que en medio del fuego, el gobernador gritaba de dolor mientras juraba que esos impíos volverían algún día a cumplir con su destino y a morir en el pueblo que los había condenado – concluyó el guarda.
Entre tanta historia, el viaje se les hizo corto. En la estación, y como parte del tour contratado, los esperaba don Isidoro, un viejo muy colorado y sin dientes dueño de la mejor bodega del pueblo. Él iba a ser el guía. Algo en la mirada del viejo inquietó a Josephine, pero su jefe la tranquilizó.
-No te molesta su mirada sino el olor a vino que tiene encima.
“Puede ser”, pensó Josephine.
Los llevó a recorrer el palacio incendiado cuatro siglos antes, según él no por el pueblo sino por la última batalla con los mozárabes.
-Seguro que el guarda les contó la leyenda de amor, muy bonita sí, pero puro cuento.
Les mostró la habitación del verdadero arcipreste, un héroe defensor de las buenas costumbres y religiones. Los llevó hasta los antiguos corrales, y vieron las gruesas mesadas de mármol donde degollaban a los cabritos.
-Por ese agujerito que ustedes ven allí corría la sangre de los pobres animales.
“¡Qué necesidad de ser tan gráfico, yo me pregunto!”, pensaba Josephine. “Qué grotesco este hombre, por qué no contratarán a alguien más delicado como guía”. Lo siguieron por infinitos pasillos y pasadizos. Les mostró las catacumbas donde se escondían durante las batallas y donde muchos murieron de hambre, o de frío.
-O tal vez de ambas cosas, vaya uno a saber, ja, ja, ja.
Luego los llevó a su bodega y les hizo probar uno de sus vinos.
-Por favor, un brindis antes de comer. Para que nuestras mujeres nunca se queden viudas – dijo mirando al jefe de Josephine, que ya estaba bastante incómoda como para soportar chistes estúpidos.
El vino era sencillamente horrible, pero ellos no querían quedar como mal educados así que se lo tomaron todo. A partir de ahí, don Isidoro ya no les pareció tan pesado, ni tan bruto, ni tan colorado. Para llegar al comedor cruzaron un patio con un aljibe, don Isidoro tiró una piedra, y tardaron como tres minutos en escuchar el ruido del choque con el agua.
-Si tiráramos a alguien allí dentro, no lo encontrarían jamás, ja, ja, ja.
-Tiene usted razón – festejó Josephine, y también su jefe.
“Me parece que el vinito se me ha subido, ojalá no me dé sueño y no pase un papelón. Justo el primer día que me invita.” El jefe no se hubiera dado cuenta de ningún papelón, en realidad él estaba igual. El comedor estaba decorado con antorchas encendidas.
-Un toque romántico, no me lo va a negar usted – dijo guiñándole el ojo al jefe y haciendo que Josephine se pusiera colorada, tanto como él.
Almorzaron junto a un hogar y tomaron más vino. Y más vino. Tanto que ninguno de los tres paraba de reírse por cualquier tontera. Hasta que don Isidoro se levantó, copa en mano para hacer otro brindis.
-Juro que el último – anunció-. Agradezco a Dios que me los haya enviado. Porque les aclaro que estas marcas coloradas que ustedes atribuyeron a años de vino no son más que quemaduras. Ha llegado la hora de cumplir con vuestro destino. ¿No se preguntaron qué hacían en este pueblo? ¿Para qué habían venido si aquí no hay nada interesante para ver? Yo se los explico, vinieron a morir como deberían haberlo hecho hace cuatrocientos años, cuando escaparon. El tiempo es cíclico y da revanchas. Yo la tengo hoy – dijo, tomando una de las antorchas.
Josephine y su jefe no entendían demasiado o no querían hacerlo o el vino no se los permitía. Se vieron de golpe rodeados de fuego y gritando sus nombres.


Desde la estación, el maquinista gritó:
-José, José, mirá el fuego.
-Pero la puta que lo parió a ese borracho. Otra vez con la historia del tiempo cíclico y la hostia. Si sigue así nos va a terminar de cagar el negocio.

viernes, 8 de agosto de 2008

Agarrate Catalina.

Catalina sabía sobremanera en qué terminaban las discusiones con su amante. En nada. Y también en ridículas y estrambóticas pesadillas. Por lo tanto, se acostó con la certeza de que no iba a tener algo nuevo para contarle a su psicoanalista en la próxima sesión. Pero su subconsciente parecía no tener intenciones de dejar de sorprenderla.
De pronto, y sin saber cómo ni por qué, se vio a sí misma como espectadora de un debate entre Dios y un loco.
-Yo puedo tener un leve desequilibrio, lo admito. Pero vos… podrías habernos ahorrado unos cuantos problemas si hubieras prestado un mínimo de atención a tu máxima criatura.
-No entiendo adónde vas.
-¿Cómo se te ocurre hacer un hombre sin ponerle una madre por delante primero? Esa falta, estoy seguro, es el origen de todos los conflictos de la raza humana.
-¿Y cómo sabes tú que Adán no tenía madre?- preguntó Dios.
-Por la simple razón de que he visto unas fotos suyas en el último número de la revista “Antropología Enigmática” y he notado que no tiene ombligo.
Catalina se distrajo cuando escuchó un ruido muy fuerte, como el alarido de una bestia. “Lo único que falta es que a esta discusión se sume el diablo”, pensó. Aunque en realidad, se parecía más al rugido de un león. O a alguien que corta leña con un serrucho. O… al ronquido de Francisco, su amante, que había logrado interrumpirle el sueño.
Tratando de no despertarse del todo, le incrustó la rodilla en las costillas. El ronquido cesó, pero Dios y el loco ya se habían ido.
A la mañana siguiente hicieron las paces en el desayuno. Ella, como siempre, reconoció que él no podía inventar más de un viaje a San Luis cada quince días. Él, también como siempre, le pidió un poquito más de paciencia.
Su mujer estaba muy enferma y, Dios mediante (esas fueron sus palabra textuales), en un par de meses estarían viviendo juntos.
-Sabés muy bien que la cosa no pasa por ahí. Lo que menos me interesa es que precisamente esa mujer se muera.
A Catalina, atea declarada y acérrima, la presencia de Dios dos veces en el mismo día le dio un pequeño escalofrío. Que Francisco lo involucrara como directo implicado en la solución de sus problemas de pareja la sacaba de quicio. Todo esto sin perder de vista el tema del ombligo. Después de todo, qué podía importarle el olvido de un pequeño detalle, nadie es perfecto. Pero no pudo ignorar la obvia vinculación del sueño con otro conflicto, irresuelto, omnipresente: su propia madre. Entre otras cosas, ella no podía dejar de reprocharle que saliera con un hombre casado. Mamá no podía entender que no tuviera en cuenta los sentimientos de esa pobre mujer engañada. Por otra parte, lo que menos toleraba Catalina era que a continuación metiera al padre en el medio:
-Si tu padre viviera… - solía decir, así, con puntos suspensivos y todo.
A veces, hasta nombraba a su actual marido.
-Yo le pedí que me ayude a convencerte de que esto es una locura, pero él no se quiere meter. Dice que no tiene tanta confianza con vos como para sentarse a hablar de estas cosas. Si ni siquiera quiere estar en casa cuando vos venís, lo que hacés le da vergüenza.
Punto exacto en que Catalina daba por concluida la visita.

Había conocido al hombre del día del casamiento. Catalina recordó en ese momento una frase en inglés que había aprendido en el instituto al que iba de chica “I couldn’t believe my eyes”. Exactamente lo que le pasaba. Porque era más que no poder creer lo que estaba viendo. Era como si los ojos le estuvieran jugando una mala pasada. Como si la estuvieran traicionando y le mostraran otra cosa distinta de la realidad. Eso no podía estar sucediendo. Hacía sólo cinco meses que había muerto el hombre más amado por Catalina en este mundo. Su amigo, su cómplice, su compinche, su maestro, su confidente. Es decir, su papá. Y ahí estaba ella, tan radiante y tan contenta con el marido nuevo. Al mes de casados, éste, tratando de ganarse a la hija adoptiva, le hizo una confesión. Hacía dos años que él y su madre eran amantes. En ese instante, Catalina pensó lo bueno que sería que este hombre, que entre paréntesis era más joven que la tramposa y bastante buen mozo, encontrara otra mujer. Así, su madre, como suele decirse comúnmente, tomaba un poco de su propia medicina.

Muchas veces Catalina había estado apunto de confesarle todo. Pero el corazón de mamá andaba fallando, y Catalina no quería ser responsable de algo así. De eso que se hiciera cargo el Dios de Francisco. Exagerada como siempre, la madre, sin embargo, no se cansaba de repetir que no se quería morir sin conocerlo. Que los años y la enfermedad la habían vuelto más abierta y que podía llegar a aceptarlo. Si algún día la colmaba demasiado con sus peroratas moralistas, era capaz de acceder y todo. Es más: cuando fantaseaba con el encuentro, le surgía una semisonrisa amarga.
Mientras rumiaba todo esto y se perdía en sus laberínticos delirios, se puso el uniforme de ejecutiva – tailler gris, zapatos negros de taco alto – y salió para la oficina con el maletín cargado de papeles y de proyectos para analizar. La esperaba un día de mucho trabajo. La Ford Chase Chicago Group Corp. decidiría – basándose en sus informes – qué nuevos emprendimientos eran dignos de ser tenidos en cuenta.
Entre reuniones llamó a su amiga Lidia, que no pudo evitar reírse cuando ella, justamente ella, Catalina, comenzó a hablarle de Dios, soluciones y ombligos, convencida de que todo eso junto significaba algo. Lidia sólo atinó a responderle que no había que ser psicóloga ni vidente. Le aconsejó que, en lugar de perderse en divagues sobre Dios, se concentrara en solucionar sus propios problemas, personales y terrenales, pero no por eso menores. El consejo de su amiga no le sirvió. No tenía tiempo, bastante con la sesión de terapia semanal. Debía enfrentar a una galería de alacranes y hacerse respetar. En realidad, le venía bien estar tan ocupada, para no recordar.

A los dos meses Dios no tuvo mejor idea que darle la razón a Francisco. Pero sólo en parte, porque en realidad no les solucionó ningún problema. En el entierro, el viudo trataba de consolar a la huérfana. Y todo el mundo se enterneció ante esa imagen.
Todos, menos Catalina, que por dentro se enojaba todavía más con Dios por mandarle de golpe toda la culpa que no había sentido nunca hasta ese momento.

martes, 5 de agosto de 2008

Rafa.

Hasta ese momento había sido, como mínimo, peligroso. Tenía plata, mucha. No importaba si propia, ajena o prestada, bastante que fueran grandes cantidades. Nadie supo nunca qué profesión u oficio ejercía. Su tarjeta de presentación informaba: Rafael Cascón – Empresario. Hacía negocios. Con una envidiable creatividad y una regla de oro propia: no subestimar la estupidez.
Según la moda, tuvo canchas de paddle o pistas de patinaje sobre hielo. Importó millones de chucherías. Creó el “yo-yo que nunca falla”, que en vez de hilo tenía una cinta elástica. Con el invento del muñeco del Hombre Invisible logró vender miles de lindas cajas vacías.
Casado desde hacía treinta años con Renata, no tuvieron hijos. Razón por la que ella estaba tal vez un poco, según él, alterada. O a lo mejor Dios, con divina sensatez, no se los había concedido precisamente por eso. Nunca se llevaron del todo bien; aunque las cosas habían ido mejorando paulatinamente.
Tanto que en público, en todo caso, siempre mostraban una sonrisa, un aire de vean-todo-lo-que-se-logra-con-mucho-diálogo-y-psicoanálisis; una versión de la pareja que, en comparación, los Ingalls resultaban unos sádicos depravados.
Se habían conocido en un baile. “Si yo fuera vos, me enamoraría de mí”, le dijo él con esa incontenible originalidad tan suya y siempre a flor de labios. A ella le gustó, y se casaron. Sobre la idiosincrasia femenina, él tenía su teoría: “La mujer, como las locomotoras antiguas, funciona a pito y leña”.
Claro que también era capaz de apabullarla con una generosidad espantosa. A Renata no le faltaba nada.
Hacía veinte años, por ejemplo, que una vez por mes la invitaba a internarse un par de días en un spa donde recibía los más burbujeantes baños de champagne, sales y algas marinas y le aplicaban un tratamiento facial a base de extracto de caviar. No ignoraba, por otro lado, que su marido le había regalado el lavarropas modelo “Inteligente” sólo para humillarla.
Aunque la fiesta que le organizó cuando cumplió cincuenta años fue la envidia del barrio. Ninguna de las vecinas dejó de comentar lo mucho que la debía de querer para agasajarla así. A medianoche hasta apareció un super auto de regalo. Con un moño y una torta gigantes, con un número cincuenta más grande todavía, pero con otra sorpresa adicional: una odalisca que bailó casi exclusivamente para él, y que se llevó unos cuántos billetes.
Rafa bailó, con ella por supuesto, y después con todas; con cada una de las chicas de la fiesta de su esposa, y con las amigas de Renata, sin privarse tampoco de las hijas de las amigas, que lo llamaban tío Rafa y morían de risa con sus chistes, deslumbradas por tanta solicitud.
Total que, cada más o menos media hora, Renata se escapaba al baño, se miraba en el espejo, verificaba las arrugas y la incipiente celulitis y lloraba un poco. Después se retocaba el maquillaje y volvía a salir a escena. Inútilmente claro, pues ya nadie parecía seguir pendiente de ella ni recordar que era su cumpleaños.
Cómo no se iba a permitir entonces aunque más no fueran pequeñas venganzas. Como cuando Rafa se operó de la vista. Se sabía que él iba a quedar ciego por un par de días. Un amigo lo acompaño al sanatorio porque Renata tenía mucho que hacer. Envuelta en un vértigo decorativo, cambió todos los muebles de lugar. Él puteó un poco, y se magulló bastante, nada más. Pero si nunca le había dado importancia a lo que su mujer hacía o dejaba de hacer, por qué ahora habría de dársela: quizás ella se había distraído, simplemente.
Es que, sin ninguna duda, con el tiempo habían logrado limar asperezas y alcanzar ese estado en que el veneno no pasaba por lo general de un simple e inofensivo duelo dialéctico. Pero rencores, lo que se dice verdaderos rencores, ya no los tenían.

sábado, 2 de agosto de 2008

Gregorio, el torpe.

Gregorio siempre tuvo el mismo problema. De chiquito a muchos, a la mayoría – a todos, en realidad – les daba risa; por ejemplo, cuando a los doce meses trataba de dar sus primeros pasos y se llevaba todo por delante.
Ahora que tiene cuarenta años también se ríen, aunque resulta un poquito más patético. Nadie se explica cómo ni a la puerta le emboca, pobre.
En realidad, los objetos le juegan sucio.
A él las llaves y los anteojos, por ejemplo, no se le pierden, se le esconden. Las escaleras se aplanan de golpe con tal de que se caiga. Los cuchillos se deslizan silenciosamente hasta su dedo justo en el preciso instante en que él esta cortando la carne y levanta la vista para ver el noticiero. Y cuando va a servirse el vino, con el pie izquierdo no tiene más remedio que tocar la pata de la mesa, el vaso se corre y la botella lógicamente parece reírse mientras vierte el líquido, por supuesto todo afuera.
Y así, una mañana, en el revuelto de páginas en que se había convertido el diario mientras desayunaba, al lado de la mancha de café con leche, vio un aviso importante. “Terapias breves de disfunciones”. “Justo para mí”, pensó. No entendía muy bien las abreviaturas que completaban el aviso, pero creyó que “eyac.prec.” e “impot.” debían de encajarle. Después de todo, cualquiera fueran, las disfunciones siempre eran disfunciones. Llamó y concertó una cita para esa misma tarde. Casi no llega. Varias veces se le cayó el jabón mientras se bañaba, y el muy guacho la misma cantidad de veces se le puso justo debajo del pie.
Después de algunos contratiempos inevitables (la puerta del ascensor le agarró la manga de la camisa, que por otra parte llevaba fuera del pantalón porque antes de salir fue al baño, se le rompió el cierre y ya no tenía tiempo para cambiarse) llegó al consultorio. Los cuadros que adornaban las paredes le llamaron la atención pero, por las dudas, no se quiso acercar demasiado para verlos mejor. La secretaria le cobró los ciento cincuenta pesos de la consulta y le indicó que esperara. Apenas entró, la doctora lo miró por encima de sus anteojos y anotó algo.
-Usted dirá, Gregorio, en qué lo puedo ayudar.
-Bueno, no sé cómo explicárselo, doctora, no es fácil.
-Animesé, por favor.
-A mí las cosas… es como que se me anticipan, salen disparadas antes de lo que yo quiero.
-Ajá – dijo ella con cara de entender.
-Y siempre termino teniendo accidentes, que me dan mucha vergüenza.
-Comprendo, comprendo, continúe.
-Y yo no sé qué hacer. A veces prefiero directamente no hacer nada. Y es ahí cuando sufro, cómo decirle, no me sale la palabra…
-¿Impotencia?
-¡Exacto, doctora! Esa es la palabra. En resumen, yo quiero pero no puedo. ¿Usted cree que me puede ayudar?
-Sí, por supuesto. Mire, para empezar le voy a recetar unas pastillitas que hacen maravillas. Se me toma una todos los días, con el almuerzo. Va a ver que a la noche está fuerte como un toro.
-Eso es lo que necesito, doctora, fuerza.
-Claro, claro. Hágalo durante una semana y venga a verme el miércoles que viene.
-Gracias, doctora, gracias.
-Por favor, es mi obligación. Antes de irse, no se olvide de pedirle el turno a mi secretaria. Hasta luego.
Salió del consultorio bastante satisfecho. La doctora le había caído bien. Lo había comprendido enseguida. Ojalá pudiera ayudarlo.
Al cerrar la puerta de calle se agarró un dedo y, al sacudir la mano para aliviar el dolor, se le enredaron las piernas y el piso lo recibió duramente. Sin despegar todavía la nariz de la baldosa escuchó un pedacito de un tango que salía del bar de al lado. Le llamó la atención.
Se paró, entró y se pidió un café y una ginebra. Escuchó el tango, pagó, salió otra vez a la calle y tiró la pastillita de la doctora. No hacía falta. Nada iba a cambiar. Se dio cuenta de que todo estaba escrito en algún lugar y de que cualquier esfuerzo resultaría inútil.
“Nació un día que estaba borracho Dios”, decía el tango. Y entonces, por primera vez, se sintió importante. No cualquiera tenía la suerte de constituir la prueba viviente, como él, de que ni siquiera el Maestro era perfecto.

miércoles, 23 de julio de 2008

Spotta.

¿Te sirvo más vino? Dale, terminate ese que abro otra botella. Hay que festejar. Me encontraste al Cachilo. Vos sabés que ya se había ido otras veces atrás de alguna perra. Pero nunca había estado de joda tanto tiempo. No sabés cuánto te agradezco.
¿Así que estaba en el baldío de la otra cuadra? Qué raro, yo lo busqué por ahí. Aparte el tonto sabe volver; bah, a lo mejor las mujeres lo dejaron mal, ja, ja. Se ve que vos le inspiraste confianza, porque el Cachilo no sigue a cualquiera. Y eso que vos hace poquito que vivías en la pensión. Pero ya te lo ganaste, así es la vida.
¿Y qué hacés vos?... Ah… ¿Está dura la yeca, no? Se debe vender poco, la gente no tiene un mango. … ¿Yo? Y… me las rebusco. Tengo mis changuitas. Lo que pasa es que lo que hago es difícil de explicar. Es extraño…
Una vez, aburrido, me puse a buscar oficios raros en las páginas amarillas. Hay muchos, pero ninguno como el mío. El de “desabollista a domicilio” se le acercó bastante. Me acuerdo que si te habían chocado el auto iban a tu casa y te lo dejaban como nuevo. Nunca se me hubiera ocurrido. Igual no me llega ni a los tobillos. La verdad es que yo no hablo de estas cosas con nadie. Tengo que tener cuidado. Pero vos me das confianza. Tenés cara de bueno. A lo mejor te cuento algo.
Pará que abro otra botella. La verdad, no tendría que tomar. Enseguida empiezo a hablar boludeces. Pero total hoy no tengo que trabajar, así que…
Bueno, como te decía, lo que yo hago es extraño. Soy “especialista en limpiar lugares donde se ha cometido un crimen”. Ja, a ver quién me gana. Tengo pocos clientes, pero buenos. Lo más importante es que pagan bien.
Nadie hace el laburo como yo. Los pibes que mandan a hacer el trabajo sucio están re tranquilos conmigo. Saben que después voy yo y aquí no ha pasado nada. Nunca dejé ni una manchita, ni un pelito. Les cuido bien las espaldas. Porque si llega a haber algún quilombo, los que pagan los platos rotos son siempre los perejiles. Los pescados grandes zafan siempre, viste cómo es.
Igual ahora voy a ver si me jubilo. Junté unos manguitos y por ahí me voy a algún pueblito de la provincia. Me lo llevo al Cachilo y listo. Además me parece que me llegó la hora... No, en serio, pibe. No es sólo por lo viejo. Me mandé una cagada y me parece que me la quieren cobrar. No sé por dónde pero, si no me apuro, me la van a dar... ¿En serio querés que te cuente? ¿Te interesa? Bueno, no me va a venir mal descargarme un poco.
Hace poco tuve un problemita, menor, no importa qué. La cuestión es que, por las dudas, tuve que poner unos billetes. Un contacto que tengo me arregló todo con el juez. A mí no me gusta transar, porque no me gusta deberle nada a nadie, pero no me quedó otra. El tema es que después tenés que pagar. ¿Vos podés creer que tuve tanta mala suerte que este juez que me arregló todo había sido mi jefe? Es ese que ahora quiere ser diputado, ¿lo ubicás?
De pibe, yo le hacía los trabajitos sucios. Pero en esa época no había un Spotta, nos teníamos que arreglar solitos. Vivíamos con el Jesús en la boca. Yo por suerte siempre fui muy prolijo. Pero una noche que estaba enfermo no pude ir y lo mandé a Barreiro, un hermano para mí. No sabés cómo lo quería. El muy chambón dejó huellas por todos lados. Encima el tipo que se había cargado era regrosso. Obvio que el jefe figuraba en la agenda del chabón y lo llamaron a declarar. Cuando dijo que no conocía a Barreiro, me quise morir. Falluto de mierda. Hay códigos que hay que respetar, ¿no te parece, nene? La cuestión que al pobre Barreiro lo mandaron en naca. Yo lo fui a ver un par de veces antes del juicio, la verdad estaba bastante tranquilo. Le agarró un paro cardíaco un día antes de declarar, mirá qué justo. Ahí me di cuenta que los padrinos existen en las películas nada más. O serán yankis. Porque lo que es acá.
Así que ahí nomás me cambié el nombre, y me puse a hacer esto otro. Dale, tomate otro vaso que no hace nada. Es un vino bueno, no se te sube a la cabeza.
Y bue, favor con favor se paga, decía el abuelo cuando le arreglaba una canilla a alguna vecina y no le quería cobrar. Mirá las vueltas que tiene la vida. Me lo vengo a encontrar después de tantos años, debiéndole una. Cuando me pidió que le hiciera un laburo no me pude negar. No va el diablo a meter la cola y justo me vengo a olvidar una carpeta que los pibes habían llevado para apretar al objetivo. No me di cuenta de mirar abajo del auto. Te juro que se me pasó, fue sin querer. Pero el tipo no me cree. Se piensa que lo hice a propósito por lo de Barreiro.
Igual va a zafar. Salió en los diarios pero acá mañana hay una inundación o un partido de fútbol y se olvida todo. Pero a mí no me la van a perdonar. Por eso me tengo que ir, ¿entendés?
Dale, che, terminate el vino. Total qué tenés que hacer… Al final, hablé todo yo, te dije que no tenía que tomar tanto. Che, ¿y lo que sacás en la calle te alcanza?... Ah, vos también tenés otra changuita. ¿Y qué es?... ¡No te puedo creer! Somos casi colegas, ¿por qué no me dijiste antes? No te querías deschavar, ¿no? Pero si yo te estaba contando la vida, nene. Además, entre bomberos no nos vamos a pisar la manguera. Lástima que me esté por retirar, si no me gustaría cuidarte. Conmigo no tendrías ningún problema. Igual si alguna vez te pasa algo, me avisás. Mirá que yo tengo muchos contactos.
¿En serio no querés más vino? ¡Dejate de joder, qué laburar ni ocho cuartos! Si a esta hora no vas a vender nada... Ah, bue, entonces mejor no me cuentes. Andá y hacé lo que tengas que hacer. Eso sí, cuidate, pibe.
Pará que te abro la puerta… No, si no es ninguna molestia, por favor, con la compañía que me hiciste. Puta, parece que tomé mucho, apenas me palmeaste el hombre me caí otra vez en la silla. Che, ¿otra vez? ¿Me estás empujando, vos nene?
No, no, guardá el chumbo, acá en casa no me gusta joder con eso. Mirá si se te escapa un tiro el cagazo que se pegan los otros. Ah, tenés silenciador. Igual guardala. Pero, ¿qué hacés, che? Apuntá para otro lado… Entonces… No me vas a decir que lo del Cachilo no fue casualidad. ¡Cómo no me avivé antes, la puta madre carajo! Te dije que me estaba poniendo viejo.

domingo, 20 de julio de 2008

Lucrecia.

Lucrecia no lo había inventado. Se lo habían enseñado y repetido durante años y años tanto su mamá como las hermanas del colegio donde estaba pupila. Lo creyó, porque no podía no hacerlo. ¿Qué le habría quedado si no hubiera podido confiar en ellas? Por lo tanto, era verdad: Dios lo veía todo. Absolutamente todo, hasta nuestros pensamientos. Y el día de mañana, cuando tuviéramos la dicha de encontrarnos con Él, debíamos rendir cuentas sobre todos nuestros actos, honrando los dones que Él había invertido en nosotros.
Sabiéndolo, ponía el máximo cuidado en lo que hacía, incluso cuando estaba sola en su cuarto: sabía que en realidad no estaba sola.
De chiquita no le resultó difícil. Simplemente trataba de evitar las cosas que, aunque le gustaran, su mamá le había dicho que estaban mal. Si no lo lograba, el domingo le confesaba al padre Américo que se había metido los dedos en la nariz o no se había lavado bien las orejas. Después rezaba dos Ave Marías, comulgaba y volvía a casa contenta, a disfrutar con su mamá de la única tarde por semana que compartían.
Desde que el padre había muerto, la mamá también tenía que trabajar los sábados. Iba a limpiar la iglesia y a lavarle la ropa a Américo. Y en esas tardes de domingo, Lucrecia aprendía todo lo que una niña como ella debía saber. A veces tejían, otras bordaban y otras cosían vestidos largos, azules o negros, como los que debían usar todas las chicas que honraran a Dios.
Al llegar a la adolescencia, ya eran otras las cosas que Lucrecia quería hacer cuando estaba sola en su cuarto. Pero apenas se acordaba de que Dios la estaba mirando (la madre había distribuido por toda la casa cartelitos que recordaban “Mira que Dios te mira”), se le iban las ganas. Aunque igual tenía que confesarse porque, de todos modos, lo había pensado y Él ya lo sabía. Claro que la penitencia por tener malos pensamientos (“pecados veniales”, como aprendió que se llamaban) era más leve.
Cuando terminó la escuela, la mamá no quiso que siguiera estudiando ni que empezara a trabajar. Con lo que ella ganaba alcanzaba para las dos y alguien se tenía que hacer cargo de la casa. Lucrecia limpiaba y ordenaba todo. Al principio también hacía las compras, pero cuando le contó a su madre que el panadero la había invitado al cine, no la dejaron ir más.
La madre no quería que nadie la distrajera, por eso tampoco le permitía tener amigas. Pero a Lucrecia mucho no le importaba, total sabía que, con Dios, nunca estaba sola.
Igual le hubiera gustado ir alguna vez al cine, por lo menos para saber qué era.
El domingo se confesó: no debía siquiera pensar en contradecir a su madre.
Una tarde se encontró hablando en voz alta, contándole a Él o a quien fuera que la estaba mirando lo que le gustaría hacer. Ir al cine, tener una tele, viajar, por qué no ir alguna vez a bailar. Dudó sobre si contarle estas cosas al padre Américo; no lo sintió necesario. Mejor sin intermediarios.
Además, últimamente él estaba muy riguroso con ella. Antes parecía que era el único que la entendía. Ahora, escucharlo a él y a la madre era lo mismo.
Cuando el tiempo le descubrieron una afección cardíaca, la madre se jubiló. Le preparaba la comida, la ayudaba a lavarse, levantarse y acostarse. Rezaban juntas todas las noches y después Lucrecia le daba las gotas para que no le fallara el corazón.
Casi no conversaban. La madre sólo hablaba con el padre Américo, que la venía a ver todos los días y las ayudaba económicamente. Ella se confesaba y quedaba más tranquila.
Lucre no entendía qué tantos pecados podía cometer ahí tirada en la cama.
Tampoco entendía por qué cuando venía Américo de visita y la mamá estaba acompañada por él – cosa que ocurría cada vez más y se prolongaba durante más y más tiempo – considerando todas las obligaciones que tenía entre las propias y las de ella, y encima sin una sola amiga, la mamá ni siquiera así la dejaba aprovechar y salir a respirar aunque fuera un minuto.
Tampoco entendía por qué Dios permitía todo esto.
Por supuesto, no ponía en duda que Dios lo sabía todo. Se lo habían enseñado y ella no dudaba de que fuera verdad.
Pero una noche, por primera vez, no le importó.
Y acercó a su madre el vaso lleno sólo con agua, rogando que sucediera lo que Dios ya sabía que ella quería que sucediera, porque Dios lo sabía todo.

martes, 15 de julio de 2008

Las hermanas.

Quedamos en encontrarnos a las cinco de la tarde. Hace como dos horas que la espero. Miro el reloj y son en realidad las cinco y cinco. Saco un paquete de cigarrillos. El segundo del día. Tengo que dejar de fumar. Aunque este no es el mejor momento. Estoy en un bar, de estos muy modernos y progres. La oscuridad nos rodea y luces amarillas lo cruzan. Rebotan contra la pared, el techo, el suelo, la nada.
Ahora mi hermana llegó, la miro sentada frente a mí, oscura ella también. Una loca oscuridad despeinada, como siempre. Lo único que le preocupa, y eso que tiene tantas otras cosas más importantes, es darle un nuevo y conocido sermón a su hermanita descarriada. Como cuando éramos chicas.
Ella, la niña modelo. La alumna ejemplar. La que nunca se metía los dedos en la nariz. A la que tías, abuelas y vecinas invitaban a sus casas porque era una monada. Yo, la menor. La consentida. A la que no le gustaban los moños, ni los vestidos y sí treparse a los árboles. Aunque se lastimara las rodillas. Y que, según ella, le hacía pasar malos ratos a papá. Como si yo alguna vez me hubiera llevado una materia. O no hubiera ido a la facultad. Lo que más me molesta es esa costumbre de querer quedar bien con todo el mundo. Pero a mí no me engaña. Yo sé muy bien cómo es. Conozco esa cara de buenita, de nada, de carnero degollado. Como cuando me fui a Europa, por ejemplo, que todos me llamaban para contarme que ella me extrañaba, y tanto que se le llenaban los ojos de lágrimas de sólo nombrarme. Pero eso sí: venir a visitarme, nunca. Me mandaba saludos cuando iban mamá y papá. Lo único que le gusta es dar lástima. Y yo, sin querer, la ayudo. Aunque sólo me interese quebrarle un poco esa perfección y volverla, cómo decirlo, más normal. Más como yo.
Tratamos de entablar un diálogo, pero sólo conseguimos una incomunicación altisonante y obsesiva. Las palabras rebotan. Ya no las escucho. Me limito a ver una cara gesticulando y cinco dedos que se amontonan y me enfrentan. Y, por supuesto, las lágrimas. Igual, y a pesar de todo, no puedo dejar de intentar oírla. Quiere que me arrepienta. A mí no me sale.

Yo solía pensar, ilusa de mí, que ese tipo de cosas pasaba sólo en los teleteatros que veía mi tía Dora. “¡Pero qué boludos! ¿Cómo se van a besar en la cocina si la esposa está en el living?”. A lo que mi tía sólo contestaba un “¡Ay, nena, la boquita!”. A veces, hasta me enojaba:
-¿Pero no se da cuenta el autor que a nadie en este mundo se le ocurriría ir con su amante al telo que está a dos cuadras de la casa?
-¿Cómo al pelo, nena? ¿No te das cuenta que eso está mal, que esa no es la esposa? – contestaba Dorita.
-Telo, tía, telo, no pelo.
-¿Y eso qué es, nena?

Lo conocí en casa de mis padres, el día que me hicieron la fiesta de bienvenida cuando regresé después de varios años en España. Ya me habían hablado de él, aunque todavía no había tenido el gusto de verlo. El impacto fue mutuo. Apenas mi mejilla rozó la suya en ese primer beso introductorio, millones de hormigas me invadieron el pecho, descendieron al estómago y siguieron. Alto, musculoso, pelo negro, ojos verdes. Encima, joven ejecutivo en ascenso.
Al otro día fuimos de visita a uno de esos lugares que mi tía desconocía. Fueron dos meses maravillosos. Todo dejó de existir. Todo. Demasiado todo. Una tarde, buscando a dónde ir, yo, estúpidamente, propuse:
-Acá a la vuelta hay uno. Esta zona la conozco bien.
Cómo no la iba a conocer si justo, justo a una cuadra estaba el negocio de mi hermana.
Entonces pasó precisamente como en las telenovelas. Y yo sabía que a mi hermana eso sí que le iba a molestar bastante.
Porque Roberto, con ser casi perfecto, tenía un problema.
Un detalle.
Estaba casado.
Y era mi cuñado.

sábado, 12 de julio de 2008

Henry, para los amigos.

“No se puede vivir escupiendo al cielo”, pensó Elena. Pero no lo podía evitar. Ni el poder, ni el vivir, ni el escupir. Una amiga le había mandado un mail con una serie de bendiciones. Elena las tenía todas: más salud que enfermedad, comida, ropa, techo, padres vivos. En resumen, una sarta de pavadas. Cada vez soportaba menos esa manía de las personas de hacerse los espirituales. ¿Por qué no se sacaban la careta y reconocían que nadie se conformaba con eso? Durante mucho tiempo, ella había sido la tonta que le creía todo a todo el mundo todo el tiempo. Ya no.
Apagó la computadora, prendió un cigarrillo y miró por la ventana. El piletero hacía su trabajo y cada tanto se detenía para tomar el mate que le llevaba la mucama. “No se puede vivir escupiendo al cielo”, se repitió. Se sentó y volvió a prender la computadora. Intentaría escribir algo para llevar el próximo jueves al taller literario. En una época había soñado con su exposición de pintura en Bellas Artes. O con sus diseños para Casa Foa. Estaba segura de su creatividad, que ahora volcaría en una novela. Pero no le salía nada.
Enrique, Henry para los amigos, tenía mucho trabajo y llegaba todas las noches cuando ella ya hacía rato dormía. Y se iba cada vez más temprano. Tres días que ni lo veía. Ni hablaban. No lo llamaba a la oficina para no interrumpir ninguna reunión importante. El celular lo tenía siempre apagado. Mensajes no iba a dejarle. Se sentía estúpida diciéndole a la nada “hola, llamaba para ver cómo andabas”. No eran tres días, era muchos más – ya ni se acordaba cuántos. Volvió a mirar por la ventana.
El piletero ya había entrado en calor y sacado la remera. La espalda y el pecho le brillaban. Había llegado a la casa de la mano de Enrique, por recomendación de otro amigo. Enrique le tomó mucho afecto. Decía que le hacía acordar a sus comienzos. Cuando trabajaba de cualquier cosa con tal de juntar unos mangos. Lo adoptó como a un hermano menor. Le dejaba la ropa que ya no usaba, le conseguía otras casas para trabajar. Y le daba consejos sobre cómo progresar. A veces, incluso le compraba cosas que necesitaba. Un par de zapatillas, de botines, o un jean. O algo que sabía que quería pero que no se lo podía comprar. Como el último cd de los Redonditos. Un día lo invitó a jugar al fútbol en el country. A Henry y sus amigos no les venía nada mal incorporar un joven para inyectarle un poco de dinamismo al equipo. Elena fue un par de domingos a verlos jugar.
Ahora lo miraba trabajar. En un momento, él se dio vuelta y ella creyó que la había visto detrás de la cortina. Se escondió, por las dudas. Trató otra vez de escribir algo, pero desistió de la idea, ahora para siempre. Se dio cuenta de que no quería que otros leyeran lo que ella pensaba y así violaran su intimidad. Tal vez, no le gustaba violarla ella misma. Volvió a mirar por la ventana. En el preciso instante en que Enrique entraba por el garage. A la tarde por primera vez en mucho tiempo. “Justo hoy”, pensó. Se acercó al piletero, lo saludó.
-¿Cómo andás, Henry?
-Bien, bien – contestó, y le palmeó la espalda con una confianza que a Elena, sin entender bien por qué, le molestó.
Cualquiera de nosotros puede ver lo que no existe. ¿O es al revés?

jueves, 10 de julio de 2008

Juli, yo.

A Fernando y su poema

Hablo mal, hablo muy mal. No es que no tenga ideas brillantes ni que no sepa expresarlas: sé escribirlas y soy un buen periodista. Pero oralmente las comunico de la manera más idiota. Hoy, mi hija, mientras la ayudaba a terminarse de preparar para ir al jardín, me preguntó:
-Pá, ¿qué es eso que me ponés en el delantal?
-La escarapela, Juli.
-¿Y para qué sirve?
-Para nada, bueno no, no es que no sirva para nada, es un símbolo… Juli, son las ocho de la mañana, mi amor.
Tiene cinco años, nunca se calla.
-¿Un símbolo de qué?
-De la patria. Hoy es 25 de mayo, hija; el cabildo, la lluvia, los paraguas y French y Berutti repartiendo escarapelas, ¿ves? Como esta que yo te estoy poniendo. No me mires así, vamos que se hace tarde.
-¿Y qué es la patria?
Decididamente, el día no parece empezar fácil.
Dos cuadras antes de llegar al jardín, en el semáforo, se acerca una señora con un bebé.
-No, no tengo – digo automáticamente y arranco.
-¿El qué no tenés, papi? – me llega la voz desde atrás.
-Plata.
-Sí que tenés, yo vi que te pusiste la billetera en el bolsillo.
-Bueno, Juli, es una forma de decir.
-¿De decir qué?
-Uy, mirá qué lindo el perro que va en ese auto.
-¿Por qué la señora no tenía escarapela?
-Porque es rumana.
-¿Y en rumana no hay escarapelas?
-Supongo que sí.
-¿Entonces?
-Entonces nada, Juli, no tenía porque no tenía y punto.
-Ah, porque seguro en rumana no hay patria, ¿no?
-No… sí, no sé, llegamos mi amor, sacate el cinturón… ¿cómo que no te lo habías puesto? ¿En todo tengo que estar? Bueno, un besito, saludos a la maestra y a Saavedra.
-¿A quién?
-A nadie, a nadie, chau, nos vemos a la tarde.
La miré entrar al jardín, le hice chau con la mano y con una sonrisa recta, de esas que no nos exigen levantar las comisuras. Subí otra vez al auto, un minuto después de que el policía me empezara a hacer la boleta por estar en doble fila.
-Ey, ey, recién paré, traje a la nena.
Sin mirarme, siguió escribiendo.
-¿No me escucha? Traje a la nena a la escuela. Recién se bajó, por eso estoy acá.
-Está en doble fila, señor.
-¿No lo podemos arreglar de otra manera?
-Como usted diga – me contestó con una sonrisa.
Llegué tarde a la oficina porque me crucé la primera manifestación del día. Antes de salir, había hojeado el diario y por eso pude esquivar la que era en contra de la privatización de los parques nacionales, pero me agarró la de los obreros de la fábrica Tequip. Una barbaridad lo que hicieron con esa gente. Pero la verdad se podrían dejar de joder a los demás y hacer el piquete en una plaza.
Una vez en la oficina, no me podía concentrar en el trabajo. El jefe me dijo que tenía que escribir una nota sobre los proyectos aprobados por el Senado el día anterior. Leí la lista. Habían declarado de interés nacional algunos temas: la preocupación por los efectos del SIDA en Zimbabwe, el espectáculo Mi Chaco es Chamamé y la participación del equipo nacional en el mundial de ovejerismo. También habían manifestado beneplácito por la actuación de un atleta jujeño en el campeonato mundial de mountain bike y por el logro de un montañista salteño.
Me senté ante la máquina, pero la única palabra que podía tipear era patria. Juli quería saber qué era. Le dije al jefe que no me sentía bien y que me asignara algo para hacer afuera. Me mandó a cubrir la Reunión de Empresarios No Alineados con el Tercer Mundo. Salí y me tomé un taxi.
-Pá’ dónde vamo’ dijo Adamo – me saludó el señor.
-Cangallo y Piedras.
-¿Le molesta la radio, don? ¿No? ¡Qué bueno! Yo siempre pregunto, ¿vio? Porque mejor aclaremo’ dijo Lemo’ y no demo’ lo que no tenemo’, ¡ja, ja!
Peor que Juli, yo no lo miraba ni de reojo.
-Y bué, este lo paso en colorado porque usté está apurado. Ya llegamo’ a la dirección, espero le haya gustado la función.
Le pagué y bajé. Obvié decirle que me había dado cuenta de que el relojito iba demasiado rápido. No tenía ganas de discutir. En la reunión, tomé unos apuntes y me fui a casa a escribir la nota. Llegó Juli.
-Hola, papi.
-Hola, mi amor.
Se puso a tomar la leche mientras miraba los dibujitos del Cartún Channel, ese del héroe de la capa azul con estrellas. No me decía nada, seguro estaba esperando que yo empezara la conversación. Me acerqué.
-Juli, ¿te acordás de lo que hablamos hoy a la mañana?
-No, ¿qué era?
-Nada, nada, hija; la patria, una palabra nomás.

domingo, 6 de julio de 2008

La otra.

Le gustaba la noche. No la noche afuera, sino adentro. No el ruido, sino la quietud. Acostarse tarde, bien tarde todos los días. Escuchar y gozar de ese silencio que se hacía en la casa cuando todos se iban a dormir. Entonces mirar una película, sumergirse en Internet o leer un libro hasta que se le cayeran los párpados. A veces, perderse con algún amigo en charlas porque sí de pocas palabras. Claro, eso había sido antes. Y ahora de nuevo, ahora que volvía a estar solo y podía retomar viejos hábitos.
Una buena forma de empezar era una película. Lástima el aparato. Su ex le había dicho: “A vos que te gustan tanto las pelis, no te puede faltar un joumsíater. No entiendo cómo todavía no te compraste uno, es una vergüenza, plata no te falta. No sabés, tiene sonido sounsaraund. Es bárbaro cómo se escucha”. Y él lo compró, justamente para no seguir escuchándola. La tecnología y los controles remoto nunca habían sido su fuerte. “Ay, no es difícil, che. Parece mentira, un tipo inteligente como vos que sea tan inútil para cosas tan simples”. Ahora, después de unos minutos y un par de intentos fallidos, logró prender el equipo. “Voy a apagar la luz, así la veo mejor”.
Se sentó y, aprovechando que no había nadie que le dijera que tuviese cuidado con los muebles (“Hm, se nota que vos no los lustrás”), apoyó los pies en la mesita ratona. En ese instante, una mosca, buscando la única luz que quedaba en la habitación, se posó sobre la pantalla. Una grande para colmo.
“Pss, fuera”, gritó, primero sin moverse. La mosca parecía sorda. Le tiró con el repasador que había usado de mantel y servilleta (“¡Qué asco! ¿No querés que lo use para limpiar los vidrios también?”, pensó que le habría dicho). El insecto verdoso voló y desapareció, sólo para volver quince segundos después. Esta vez se paró y agarró el repasador con la firme intención de acabar con el asunto. Empezó a dar trapazos sobre la pantalla, los muebles, las ventanas, sin ningún éxito. Hasta que la perdió de vista.
Habían pasado diez minutos de la película y no sabía de qué se trataba. No se podía concentrar. Sabía que ella andaba por ahí. “En algún lugar debes estar guacha, ya te voy a encontrar. Y ahí te quiero ver.”
Bzzz, bzzz, escuchaba y se volvía loco. Ella, en quien oía a la otra. Se paró, se sacó el pulóver, prendió la luz. “Me tenés podrido. No te me vas a escapar otra vez.” La vio apoyada en la pantalla de la lámpara de pie. Casi acierta.
Ella voló apenas un poco. Sólo hasta la ventana cerrada. No paraba de golpearse contra el vidrio, como buscando la forma de ablandarlo y hacerle un agujero para escapar. No le podía ver la cara, pero no tenía dudas de que era ella y estaba asustada, agitada, pestañeando sin parar. Se sintió ganador. Apenas se quedó quieta, se acercó amenazante. “Esto te lo merecés por ser tan molesta”. Levantó el trapo y la mató. Cuando ella cayó al piso, la levantó de las alitas y escuchó atentamente los últimos zumbidos con una sonrisa de satisfacción.
De golpe, se arrepintió. Asustado, trató de hacer algo. Abrió la ventana y la puso sobre el marco, esperando que volara. Demasiado tarde. Como con la otra.

lunes, 30 de junio de 2008

Clara sola.

Se acordó de la última conversación con Julieta.
-¿Para qué te quedás en una casa tan grande? ¿Por qué no te mudás a un departamento?
-Tenés razón, ya sé que sería lo mejor. Pero, ¿qué querés? Me cuesta horrores desprenderme de esta casa.
La habían comprado con Hernán, cuando todo era futuro y las cinco habitaciones, las justas y necesarias para los hijos que iban a tener, y el living así de enorme para todas las fiestas que darían, incluidos la pileta y el quincho para los asados con los amigos.
Ahora todo era distinto. Habían tardado mucho en tener los hijos; las fiestas resultaron muy caras; los asados, se quemaron. Cuando Hernán se fue no dejaba de repetir un único argumento: Clara era una obsesiva. Ella, por supuesto, no estaba de acuerdo. Pero él se fue igual.
Quizás Julieta tenía razón. Sola, desnuda ahora en la ducha, Clara había escuchado un ruido. O a lo mejor le había parecido. El agua al golpear contra el piso no la dejaba concentrarse. Pero estaba segura de que había alguien en la casa.
Si lo pensaba bien era imposible, había cerrado todas las puertas y ventanas. Y antes de meterse en el baño había revisado todas las cerraduras. ¿Y si hubieran roto un vidrio? Menos probable. Habría oído un estallido en lugar de un golpe seco, casi inaudible. Como algo que cae sobre una alfombra. No quería cerrar la canilla para darse más tiempo y pensar. Tal vez podía correr un poquito la cortina y espiar. Aunque mirar podía resultar peligroso. Así que ahí se quedó, inmóvil bajo la ducha hasta que la piel arrugada empezó a molestar.
Por fin, salió. Miró, se cubrió con la toalla. En el baño no había nadie. Pasó al vestidor, tampoco. Se animó hasta el dormitorio y, cuando no vio nada anormal, cerró la puerta. Con llave. Se cambió y se sentó en la cama a escuchar. Ahí se dio cuenta de que no había mirado debajo de la cama. Qué idiota, y ella encerrada. Juntó coraje. Miró. Nada.
Se empezó a reír de su propia estupidez. Tantas cosas podrían haber producido ese ruido que, por otra parte, a lo mejor no siquiera había sido real.
Bajó directamente a la cocina a prepararse algo. Hojeó la revista del cable. Daban “Psicosis”. No, gracias. Miró una romántica, de esas que la hacían sentir tonta por llorar pero que le encantaban. Aunque gastara una caja de pañuelos completa. Cuando terminó la película, subió. Entró a la habitación y, todavía a oscuras, casi se le salieron los ojos cuando vio una pequeña lucecita debajo de la cama. No iba a pasar otra vez por lo mismo: decidida, prendió la luz y se agachó de golpe. Un inocente bichito de luz. En las afueras, todavía abundaban.
Después de cepillarse los dientes, pasarse los palillos, ponerse las cremas (una para la cara, una para las piernas, una para los pies, una para las manos y otra para el resto del cuerpo) y de cepillarse veinte veces el pelo, se acostó. Boca arriba. Boca abajo. De costado otra vez. Una hora pasó mirando las siluetas negras de los árboles. Pensando. Que es lo peor que se puede hacer en estos casos. Mejor corría las cortinas, tal vez bien a oscuras podría dormirse. Mejor no, la claridad la despertaría a la mañana.
Prendió el velador para leer algo y despejar la cabeza. Agarró el libro que le había prestado Julieta. Una obra de teatro que no entendía demasiado, pero Juli era culta y por algo se lo había recomendado. Leyó: “estar solo es como estar muerto”. Cerró el libro.
Apagó la luz. Y otra vez el bichito, que ya no estaba debajo de la cama sino en el techo. No podía dejar de mirarlo. “Me voy a prender un pucho, a ver si me relajo”.
Había dejado los cigarrillos en el baño. En los pocos metros que caminó se convenció de que Julieta tenía razón y, a lo mejor, Hernán un poquito también. Al baño no llegaba la claridad, pero tanteó y sobre la mesada encontró el paquete y al lado el encendedor.
Todo ocurrió al mismo tiempo. Clara que prendió el cigarrillo, levantó la cabeza, la cara irreconocible que apareció en el espejo, el grito ahogado. Y el encendedor que cayó.

jueves, 26 de junio de 2008

Querido Rodolfo.



Y, para que me sigan conociendo, va uno de los cuentos del segundo libro

No te preocupes, yo ya te perdoné. Si es que tenía algo que perdonar; como todos los bien psicoanalizados sabemos, las responsabilidades son compartidas. "Fifty-fifty" (como te gustaba decir a vos, que después de tomar un par de clases de inglés, ya te creías Shakespeare). Te juro que crecí mucho, Rodolfo. Ya ni siquiera te culpo de haber dejado la facultad para acompañarte en tus giras por el interior. Después de todo, ¿habría sido más feliz como arquitecta que como vendedora de cosméticos a domicilio? Porque no te lo conté: como vos ya hace seis meses que estás en Brasil y los cheques no llegan (seguramente se cayó el sistema o algo por el estilo) tuve que empezar a trabajar. Vos viste cómo son los chicos, no paran de crecer, y a Florencia de golpe todos los pantalones se le volvieron bermudas. Pero con los cosméticos zafo, es una línea barata y no me canso de vender. Con el 0,01% que me dan sobre la ganancia que les queda a ellos, con Flor nos damos una vida de reinas. Eso sí, igual te pido que verifiques cuál es el problema en el banco que no llegan los giros, ¿porque es un problema de ellos no? Porque, Rodolfo, no me digas que a vos se te pasó, que te olvidaste, no me asustes, por favor. A ver si todavía te pasa como a tu abuela, la mamá de tu papá. ¡Qué arteriosclerosis galopante, pobre vieja! ¿Sabías que eso es hereditario? Prometeme que si tenés algún síntoma te vas a hacer ver por un especialista. Uno nunca sabe. Porque aunque te cueste creerlo, Rodolfo, yo todavía te quiero y me preocupo por vos. Por vos y por esa chiquita veinte años menor que yo con la que te fuiste. No quiero ni imaginarme lo que sufriría si el músico famoso que la llevó a conocer las mejores ciudades, de un día para otro se transformara en un viejo esclerótico, artrítico y pelado, como tu papá. Porque la calvicie también es hereditaria, ¿sabías? Igual, querido, no dejes que eso te mortifique: en la actualidad, si la agarrás a tiempo, hay muy buenos tratamientos. Cada vez me convenzo más de que Dios sabía lo que hacía al hacerte conocer a esa chica. Pensá que dentro de veinte años, cuando vos estés arañando los setenta y poco a poco convirtiéndote en lo que todos nos transformamos a esa edad, ella va a ser todavía joven para poder cuidarte bien. Porque ella va a estar siempre con vos, ni se te ocurra creer en lo que dicen algunas viejas malpensadas y chimenteras por televisión. Que por favor ni se te cruce por la cabeza que se casó con vos por dinero y por salir fotografiada en las revistas junto al músico de moda. Para nada. Ella te quiere y te conoce bien. No tanto como yo, por supuesto, que estuve con vos desde el principio, cuando tocabas en esos teatritos de mala muerte, casi galponcitos. Me acuerdo y me dan ganas de llorar - de la emoción, por supuesto. Después nos veníamos al departamentito de un ambiente y medio que alquilábamos en Córdoba y Suipacha. ¿Te acordás del biombo que habíamos puesto para dividirlo? Al final, me vino bárbaro, lo puse en el único dormitorio del dos ambientes que nos dejaste para que Flor tuviera su propio cuarto. Pobre hija, con todos los cosméticos que tenía en el living no le quedaba lugar para nada. Recuerdo que ya desde aquel entonces supiste que triunfarías, porque decías que tenías oído absoluto, como Charly García. Qué ironía, ¿no? Ahora que lo pienso, Beethoven era sordo. En realidad, creo que fue ensordeciendo de a poco, igual que tu tío, el que te dio las primeras clases de música y que se tuvo que jubilar porque lo arrolló un camión y fue necesario amputarle cuatro dedos, dos de cada mano. Pobre hombre, nunca más pudo tocar la guiitarra. Ay, Rodolfo, por favor prometeme que vas a tener cuidado al cruzar la calle. Y, si podés, acordate de lo del cheque; si no, no importa. Lo que sí te pido que no te olvides, Rodolfo, es que yo ya te perdoné.