Desconozco la palabra suficiente. Me zambullí por escaleras rotas destrocé vajillas completas apilé hojas viejas quemé libros cogí con animales planté alambres tejí paredes escribí sillas limé espinas de cactus. O casi. A lo mejor por eso es que desconozco la palabra. Me encierro en mi cueva canto con esfuerzo las ventanas y las puertas se encogen salgo en cuatro patas. No lloro.
Me niego al deseo torpe al pretexto ridículo a la espalda que no es ausencia pero es vacía. Me niego a mirar en ojos cospeles que siempre dicen otra cosa distinta de la que oyen las bocas. Me niego al abrazo bobo a la caricia ameba al beso mínimo en la comisura. Me niego a la costura en la garganta a la lágrima hipócrita a la batalla perdida. Si te convertís en una espalda desteñida que camina, en una quebradura colorinche en una baldosa floja húmeda y traicionera si no te decidís si no venís si no llegás no me voy a morir pero te va a costar. Los apetitos a veces son tan inútiles como las utopías.
Vengo del silencio de distintas maneras de callar no encuentro cuerpos dispuestos ni disponibles quisiera morirme aunque sea por dos minutos. Busco otra música dejo que el tiempo pase y pase y pase y pase y pase y pase es que el tiempo pesa a pesar de ¿por qué será que nadie? pero nadie ni siquiera ¿por qué? ¿por qué será que me persigue una biografía inevitable?
Mancho el vaso con rouge y te espero pero no alcanza pero no sobra pero no nada. La garganta me quema los dientes me pican las uñas me molestan. Dejo el bolso abierto la silla vacía. Un pantalón a lo lejos me actúa que no sabe dónde guardar el fastidio. La gente muere la gente mata la gente espera y yo no soy gente. Más sola que la soledad más vieja que los muertos quiero perder los ojos y no encontrarlos nunca más. Me voy sin que me veas.