Se acordó de la última conversación con Julieta.
-¿Para qué te quedás en una casa tan grande? ¿Por qué no te mudás a un departamento?
-Tenés razón, ya sé que sería lo mejor. Pero, ¿qué querés? Me cuesta horrores desprenderme de esta casa.
La habían comprado con Hernán, cuando todo era futuro y las cinco habitaciones, las justas y necesarias para los hijos que iban a tener, y el living así de enorme para todas las fiestas que darían, incluidos la pileta y el quincho para los asados con los amigos.
Ahora todo era distinto. Habían tardado mucho en tener los hijos; las fiestas resultaron muy caras; los asados, se quemaron. Cuando Hernán se fue no dejaba de repetir un único argumento: Clara era una obsesiva. Ella, por supuesto, no estaba de acuerdo. Pero él se fue igual.
Quizás Julieta tenía razón. Sola, desnuda ahora en la ducha, Clara había escuchado un ruido. O a lo mejor le había parecido. El agua al golpear contra el piso no la dejaba concentrarse. Pero estaba segura de que había alguien en la casa.
Si lo pensaba bien era imposible, había cerrado todas las puertas y ventanas. Y antes de meterse en el baño había revisado todas las cerraduras. ¿Y si hubieran roto un vidrio? Menos probable. Habría oído un estallido en lugar de un golpe seco, casi inaudible. Como algo que cae sobre una alfombra. No quería cerrar la canilla para darse más tiempo y pensar. Tal vez podía correr un poquito la cortina y espiar. Aunque mirar podía resultar peligroso. Así que ahí se quedó, inmóvil bajo la ducha hasta que la piel arrugada empezó a molestar.
Por fin, salió. Miró, se cubrió con la toalla. En el baño no había nadie. Pasó al vestidor, tampoco. Se animó hasta el dormitorio y, cuando no vio nada anormal, cerró la puerta. Con llave. Se cambió y se sentó en la cama a escuchar. Ahí se dio cuenta de que no había mirado debajo de la cama. Qué idiota, y ella encerrada. Juntó coraje. Miró. Nada.
Se empezó a reír de su propia estupidez. Tantas cosas podrían haber producido ese ruido que, por otra parte, a lo mejor no siquiera había sido real.
Bajó directamente a la cocina a prepararse algo. Hojeó la revista del cable. Daban “Psicosis”. No, gracias. Miró una romántica, de esas que la hacían sentir tonta por llorar pero que le encantaban. Aunque gastara una caja de pañuelos completa. Cuando terminó la película, subió. Entró a la habitación y, todavía a oscuras, casi se le salieron los ojos cuando vio una pequeña lucecita debajo de la cama. No iba a pasar otra vez por lo mismo: decidida, prendió la luz y se agachó de golpe. Un inocente bichito de luz. En las afueras, todavía abundaban.
Después de cepillarse los dientes, pasarse los palillos, ponerse las cremas (una para la cara, una para las piernas, una para los pies, una para las manos y otra para el resto del cuerpo) y de cepillarse veinte veces el pelo, se acostó. Boca arriba. Boca abajo. De costado otra vez. Una hora pasó mirando las siluetas negras de los árboles. Pensando. Que es lo peor que se puede hacer en estos casos. Mejor corría las cortinas, tal vez bien a oscuras podría dormirse. Mejor no, la claridad la despertaría a la mañana.
Prendió el velador para leer algo y despejar la cabeza. Agarró el libro que le había prestado Julieta. Una obra de teatro que no entendía demasiado, pero Juli era culta y por algo se lo había recomendado. Leyó: “estar solo es como estar muerto”. Cerró el libro.
Apagó la luz. Y otra vez el bichito, que ya no estaba debajo de la cama sino en el techo. No podía dejar de mirarlo. “Me voy a prender un pucho, a ver si me relajo”.
Había dejado los cigarrillos en el baño. En los pocos metros que caminó se convenció de que Julieta tenía razón y, a lo mejor, Hernán un poquito también. Al baño no llegaba la claridad, pero tanteó y sobre la mesada encontró el paquete y al lado el encendedor.
Todo ocurrió al mismo tiempo. Clara que prendió el cigarrillo, levantó la cabeza, la cara irreconocible que apareció en el espejo, el grito ahogado. Y el encendedor que cayó.
-¿Para qué te quedás en una casa tan grande? ¿Por qué no te mudás a un departamento?
-Tenés razón, ya sé que sería lo mejor. Pero, ¿qué querés? Me cuesta horrores desprenderme de esta casa.
La habían comprado con Hernán, cuando todo era futuro y las cinco habitaciones, las justas y necesarias para los hijos que iban a tener, y el living así de enorme para todas las fiestas que darían, incluidos la pileta y el quincho para los asados con los amigos.
Ahora todo era distinto. Habían tardado mucho en tener los hijos; las fiestas resultaron muy caras; los asados, se quemaron. Cuando Hernán se fue no dejaba de repetir un único argumento: Clara era una obsesiva. Ella, por supuesto, no estaba de acuerdo. Pero él se fue igual.
Quizás Julieta tenía razón. Sola, desnuda ahora en la ducha, Clara había escuchado un ruido. O a lo mejor le había parecido. El agua al golpear contra el piso no la dejaba concentrarse. Pero estaba segura de que había alguien en la casa.
Si lo pensaba bien era imposible, había cerrado todas las puertas y ventanas. Y antes de meterse en el baño había revisado todas las cerraduras. ¿Y si hubieran roto un vidrio? Menos probable. Habría oído un estallido en lugar de un golpe seco, casi inaudible. Como algo que cae sobre una alfombra. No quería cerrar la canilla para darse más tiempo y pensar. Tal vez podía correr un poquito la cortina y espiar. Aunque mirar podía resultar peligroso. Así que ahí se quedó, inmóvil bajo la ducha hasta que la piel arrugada empezó a molestar.
Por fin, salió. Miró, se cubrió con la toalla. En el baño no había nadie. Pasó al vestidor, tampoco. Se animó hasta el dormitorio y, cuando no vio nada anormal, cerró la puerta. Con llave. Se cambió y se sentó en la cama a escuchar. Ahí se dio cuenta de que no había mirado debajo de la cama. Qué idiota, y ella encerrada. Juntó coraje. Miró. Nada.
Se empezó a reír de su propia estupidez. Tantas cosas podrían haber producido ese ruido que, por otra parte, a lo mejor no siquiera había sido real.
Bajó directamente a la cocina a prepararse algo. Hojeó la revista del cable. Daban “Psicosis”. No, gracias. Miró una romántica, de esas que la hacían sentir tonta por llorar pero que le encantaban. Aunque gastara una caja de pañuelos completa. Cuando terminó la película, subió. Entró a la habitación y, todavía a oscuras, casi se le salieron los ojos cuando vio una pequeña lucecita debajo de la cama. No iba a pasar otra vez por lo mismo: decidida, prendió la luz y se agachó de golpe. Un inocente bichito de luz. En las afueras, todavía abundaban.
Después de cepillarse los dientes, pasarse los palillos, ponerse las cremas (una para la cara, una para las piernas, una para los pies, una para las manos y otra para el resto del cuerpo) y de cepillarse veinte veces el pelo, se acostó. Boca arriba. Boca abajo. De costado otra vez. Una hora pasó mirando las siluetas negras de los árboles. Pensando. Que es lo peor que se puede hacer en estos casos. Mejor corría las cortinas, tal vez bien a oscuras podría dormirse. Mejor no, la claridad la despertaría a la mañana.
Prendió el velador para leer algo y despejar la cabeza. Agarró el libro que le había prestado Julieta. Una obra de teatro que no entendía demasiado, pero Juli era culta y por algo se lo había recomendado. Leyó: “estar solo es como estar muerto”. Cerró el libro.
Apagó la luz. Y otra vez el bichito, que ya no estaba debajo de la cama sino en el techo. No podía dejar de mirarlo. “Me voy a prender un pucho, a ver si me relajo”.
Había dejado los cigarrillos en el baño. En los pocos metros que caminó se convenció de que Julieta tenía razón y, a lo mejor, Hernán un poquito también. Al baño no llegaba la claridad, pero tanteó y sobre la mesada encontró el paquete y al lado el encendedor.
Todo ocurrió al mismo tiempo. Clara que prendió el cigarrillo, levantó la cabeza, la cara irreconocible que apareció en el espejo, el grito ahogado. Y el encendedor que cayó.
2 comentarios:
Felicitaciones por tu blog , es fantastico , lo lei todo , no sabia de tus libros , te felicito tambien por ellos , me encantaron las fotos , estas igual a cuando teniamos 15 , 18 , no eramos super amigas pero tengo de vos recuerdos simpaticos , te deseo toda la suerte del mundo con tu tercer libro , y seguirè leyendote .Adoro la modernidad por que a pesar de los años y las distancias una puede comunicarse .un beso
Maria del Carmen Arcella
Hace mucho tiempo que había leído este cuento, y ahora me volvió a sorprender, a impresionar, a encantar con el encantamiento de las fórmulas mágicas. A lo mejor, un poco más, porque la soledad del libro no es igual a la soledad del ciberespacio; acá estás más expuesta.
Cuánto admiro tu cabeza, mujer!
Un beso grande.
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