domingo, 6 de julio de 2008

La otra.

Le gustaba la noche. No la noche afuera, sino adentro. No el ruido, sino la quietud. Acostarse tarde, bien tarde todos los días. Escuchar y gozar de ese silencio que se hacía en la casa cuando todos se iban a dormir. Entonces mirar una película, sumergirse en Internet o leer un libro hasta que se le cayeran los párpados. A veces, perderse con algún amigo en charlas porque sí de pocas palabras. Claro, eso había sido antes. Y ahora de nuevo, ahora que volvía a estar solo y podía retomar viejos hábitos.
Una buena forma de empezar era una película. Lástima el aparato. Su ex le había dicho: “A vos que te gustan tanto las pelis, no te puede faltar un joumsíater. No entiendo cómo todavía no te compraste uno, es una vergüenza, plata no te falta. No sabés, tiene sonido sounsaraund. Es bárbaro cómo se escucha”. Y él lo compró, justamente para no seguir escuchándola. La tecnología y los controles remoto nunca habían sido su fuerte. “Ay, no es difícil, che. Parece mentira, un tipo inteligente como vos que sea tan inútil para cosas tan simples”. Ahora, después de unos minutos y un par de intentos fallidos, logró prender el equipo. “Voy a apagar la luz, así la veo mejor”.
Se sentó y, aprovechando que no había nadie que le dijera que tuviese cuidado con los muebles (“Hm, se nota que vos no los lustrás”), apoyó los pies en la mesita ratona. En ese instante, una mosca, buscando la única luz que quedaba en la habitación, se posó sobre la pantalla. Una grande para colmo.
“Pss, fuera”, gritó, primero sin moverse. La mosca parecía sorda. Le tiró con el repasador que había usado de mantel y servilleta (“¡Qué asco! ¿No querés que lo use para limpiar los vidrios también?”, pensó que le habría dicho). El insecto verdoso voló y desapareció, sólo para volver quince segundos después. Esta vez se paró y agarró el repasador con la firme intención de acabar con el asunto. Empezó a dar trapazos sobre la pantalla, los muebles, las ventanas, sin ningún éxito. Hasta que la perdió de vista.
Habían pasado diez minutos de la película y no sabía de qué se trataba. No se podía concentrar. Sabía que ella andaba por ahí. “En algún lugar debes estar guacha, ya te voy a encontrar. Y ahí te quiero ver.”
Bzzz, bzzz, escuchaba y se volvía loco. Ella, en quien oía a la otra. Se paró, se sacó el pulóver, prendió la luz. “Me tenés podrido. No te me vas a escapar otra vez.” La vio apoyada en la pantalla de la lámpara de pie. Casi acierta.
Ella voló apenas un poco. Sólo hasta la ventana cerrada. No paraba de golpearse contra el vidrio, como buscando la forma de ablandarlo y hacerle un agujero para escapar. No le podía ver la cara, pero no tenía dudas de que era ella y estaba asustada, agitada, pestañeando sin parar. Se sintió ganador. Apenas se quedó quieta, se acercó amenazante. “Esto te lo merecés por ser tan molesta”. Levantó el trapo y la mató. Cuando ella cayó al piso, la levantó de las alitas y escuchó atentamente los últimos zumbidos con una sonrisa de satisfacción.
De golpe, se arrepintió. Asustado, trató de hacer algo. Abrió la ventana y la puso sobre el marco, esperando que volara. Demasiado tarde. Como con la otra.

1 comentario:

Claudia Petit de Murat dijo...

Arranca con poesía...sospechosa introducción a tu blog.
Sigue.Las fronteras se dilatan o difuminan , se dilatan abarcando TODO o se difuminan juntando TODO. Luego, tu predilección por el cuento - ya no el país dentro de tu frontera -te delata. Grande Adri
Claudia