La realidad duerme sola en un entierro...
La realidad baila sola en la mentira...
La colina de la vida
León Gieco
La realidad baila sola en la mentira...
La colina de la vida
León Gieco
Uy, me morí, qué pelotudo, yo la quería asustar nada más, qué bárbaro, y bue, otra cosa que me sale mal para seguir deprimiéndome... la verdad, pensé que de un primer piso zafaba con algunas quebraduras, justo me vengo a golpear contra la maceta, un segundo y splash... el cerebro despatarrado, no creo que me lo puedan volver a juntar, igual si veo una luz por las dudas me alejo...
Santiago fue buen compañero, deportista, abanderado y monaguillo en misa de once los domingos. Muy querido y respetado por todos, en especial por las madres de sus compañeras, que se deshacían en cumplidos, abrigando la esperanza no tan secreta de que algún día su hija fuera la elegida. Lo invitaban a comer, lo convirtieron en el candidato natural para acompañar a las chicas cuando volvían tarde a la noche.
A Santiago le gustaba pensar en lo que pensaba, para no equivocarse, para no dar ningún paso en falso. Por eso estudió arquitectura. El estudio del padre ya tenía un prestigio ganado, que consideró una lástima desperdiciar. Y, de paso, le daba el gusto de que quedara en manos de la familia. Se convirtió en un excelente profesional.
Sin embargo, no era suficiente. Sintió que debía cumplir con otra asignatura si quería sostener su imagen. No era que no tuviese éxito también con las mujeres, todo lo contrario. Sabía ingeniárselas para que quisieran protegerlo y acompañarlo. Tuvo varias novias y muchas veces creyó estar enamorado pero, en algún punto de la relación, siempre se agotaba, encontraba algo que hiciera que no todo fuese perfecto como él pretendía.
Fue en ese momento que le presentaron a Pía. De buena familia, recién recibida en diseño de interiores. A la madre le cayó bien enseguida. Era, según sus palabras, la hija que siempre había querido tener. Eso fue lo que lo decidió. Se casó por civil, por iglesia, para dejar contentos a sus viejos, porque sí, porque ya tenía treinta y cinco años, para que su madre no siguiera pensando cosas raras, porque era lo que había que hacer y por otros cien motivos.
Al principio todo fue bien. O por lo menos normal. O por lo menos lo que él consideraba normal.
Después de un par de meses de convivencia, todo disminuyó un poco, incluso el sexo. Entre el trabajo en la oficina, las visitas a las obras y los problemas financieros, llegaba a la noche más que muerto. Y Pía también, porque había ido paulatina y sorprendentemente aumentando su interés por practicar en la casa lo que había estudiado.
Y así pasaban el tiempo juntos.
Cada tres o cuatro meses cambiaban algún mueble, aunque sólo fuera de lugar, y cada veinte o treinta días hacían lo que correspondía.
Y ella hablaba, hablaba cada vez más.
De esto, de aquello, de la madre, de la suegra, de la vecina, del sillón que había visto en el shopping, de la empleada que limpiaba mal, de la empleada que planchaba peor y de la que no sabía cocinar alimentos orgánicos.
Y él escuchaba, escuchaba cada vez menos.
Una noche, después de cenar, Santiago trataba de leer y ella trataba de que él no pudiera.
¿Querés un té?
¿Querés un café?
¿Cómo te fue hoy?
¿Llamaste a tu mamá?
¿Le compraste el regalo a papá?
Mirá que el sábado es el cumpleaños y vamos a cenar.
Viene mi tía Elsa del campo.
A propósito de mi tía, toda mi familia no deja de preguntarme cuándo vamos a encargar.
¿No te parece que ya es tiempo?
Así me entretengo un poco, ya no sé qué más hacer todo el día sola.
Lo dijo así, sin mucho énfasis, entre sorbo y sorbo de té de rosa mosqueta y mientras acomodaba los libros de arte y de estancias argentinas que tenía en la mesa ratona del living. Y Santiago, que entre esos otros cientos de motivos que había tenido para casarse, figuraba el que lo molestaran lo menos posible, no aguantó más y se tiró.
...no me di cuenta y se me pasó la vida por adelante en un segundo... es verdad lo que dicen entonces... y bue, parece que estoy listo nomás... pobre, espero que papá se consiga un buen empleado que le maneje el estudio... la que se va a querer morir es mamá, no sé si del dolor de no tenerme o del dolor de no tener a quién joder... ay cómo grita esta mujer, por dios, qué escándalo... tanto chillido por un poco de sangre... qué más quiere, viuda, joven, con plata, enseguida va a conseguir alguien que la quiera inseminar... en cambio el chico... qué silencio respetuoso, cómo la consuela... y eso que le dejé el patio hecho un desastre, tan lindo que lo tiene... qué ojos verdes divinos, nunca lo había mirado bien... puta... me tuve que morir para darme cuenta...
Santiago fue buen compañero, deportista, abanderado y monaguillo en misa de once los domingos. Muy querido y respetado por todos, en especial por las madres de sus compañeras, que se deshacían en cumplidos, abrigando la esperanza no tan secreta de que algún día su hija fuera la elegida. Lo invitaban a comer, lo convirtieron en el candidato natural para acompañar a las chicas cuando volvían tarde a la noche.
A Santiago le gustaba pensar en lo que pensaba, para no equivocarse, para no dar ningún paso en falso. Por eso estudió arquitectura. El estudio del padre ya tenía un prestigio ganado, que consideró una lástima desperdiciar. Y, de paso, le daba el gusto de que quedara en manos de la familia. Se convirtió en un excelente profesional.
Sin embargo, no era suficiente. Sintió que debía cumplir con otra asignatura si quería sostener su imagen. No era que no tuviese éxito también con las mujeres, todo lo contrario. Sabía ingeniárselas para que quisieran protegerlo y acompañarlo. Tuvo varias novias y muchas veces creyó estar enamorado pero, en algún punto de la relación, siempre se agotaba, encontraba algo que hiciera que no todo fuese perfecto como él pretendía.
Fue en ese momento que le presentaron a Pía. De buena familia, recién recibida en diseño de interiores. A la madre le cayó bien enseguida. Era, según sus palabras, la hija que siempre había querido tener. Eso fue lo que lo decidió. Se casó por civil, por iglesia, para dejar contentos a sus viejos, porque sí, porque ya tenía treinta y cinco años, para que su madre no siguiera pensando cosas raras, porque era lo que había que hacer y por otros cien motivos.
Al principio todo fue bien. O por lo menos normal. O por lo menos lo que él consideraba normal.
Después de un par de meses de convivencia, todo disminuyó un poco, incluso el sexo. Entre el trabajo en la oficina, las visitas a las obras y los problemas financieros, llegaba a la noche más que muerto. Y Pía también, porque había ido paulatina y sorprendentemente aumentando su interés por practicar en la casa lo que había estudiado.
Y así pasaban el tiempo juntos.
Cada tres o cuatro meses cambiaban algún mueble, aunque sólo fuera de lugar, y cada veinte o treinta días hacían lo que correspondía.
Y ella hablaba, hablaba cada vez más.
De esto, de aquello, de la madre, de la suegra, de la vecina, del sillón que había visto en el shopping, de la empleada que limpiaba mal, de la empleada que planchaba peor y de la que no sabía cocinar alimentos orgánicos.
Y él escuchaba, escuchaba cada vez menos.
Una noche, después de cenar, Santiago trataba de leer y ella trataba de que él no pudiera.
¿Querés un té?
¿Querés un café?
¿Cómo te fue hoy?
¿Llamaste a tu mamá?
¿Le compraste el regalo a papá?
Mirá que el sábado es el cumpleaños y vamos a cenar.
Viene mi tía Elsa del campo.
A propósito de mi tía, toda mi familia no deja de preguntarme cuándo vamos a encargar.
¿No te parece que ya es tiempo?
Así me entretengo un poco, ya no sé qué más hacer todo el día sola.
Lo dijo así, sin mucho énfasis, entre sorbo y sorbo de té de rosa mosqueta y mientras acomodaba los libros de arte y de estancias argentinas que tenía en la mesa ratona del living. Y Santiago, que entre esos otros cientos de motivos que había tenido para casarse, figuraba el que lo molestaran lo menos posible, no aguantó más y se tiró.
...no me di cuenta y se me pasó la vida por adelante en un segundo... es verdad lo que dicen entonces... y bue, parece que estoy listo nomás... pobre, espero que papá se consiga un buen empleado que le maneje el estudio... la que se va a querer morir es mamá, no sé si del dolor de no tenerme o del dolor de no tener a quién joder... ay cómo grita esta mujer, por dios, qué escándalo... tanto chillido por un poco de sangre... qué más quiere, viuda, joven, con plata, enseguida va a conseguir alguien que la quiera inseminar... en cambio el chico... qué silencio respetuoso, cómo la consuela... y eso que le dejé el patio hecho un desastre, tan lindo que lo tiene... qué ojos verdes divinos, nunca lo había mirado bien... puta... me tuve que morir para darme cuenta...
5 comentarios:
Sos genial, Adriana. Realmente.
Cuántas veces pasará eso, terminar una vida por un sólo impulso desesperado que bien podría haber sido salir corriendo, o subirse a un micro y empezar una nueva vida lejos de todo? Qué desperdicio! No?
Y esa mujer...querer un hijo para llenar las horas vacías del día...de esas conozco varias, y muy bien no les va...
Me encantó, por supuesto ;)
Beso grande!!
y lo peor: terminar una vida sin haberla vivido!! gracias, juli, un beso grande.
Hola, Adriana.
He llegado hasta este cuento gracias al post que pusiste en Facebook por su inclusión en la revista Culturalia. No lo voy a calificar con palabras, sino con cifras: 10.
Me descubro ante ti.
mi querido CUMBRES: te agradezco muchísimo tus palabras, me conmueven. un abrazo enorme.
y de nuevo te digo, queridísimo JOSÉ, gracias de todo corazón por lo que decís. beso grande.
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