viernes, 8 de agosto de 2008

Agarrate Catalina.

Catalina sabía sobremanera en qué terminaban las discusiones con su amante. En nada. Y también en ridículas y estrambóticas pesadillas. Por lo tanto, se acostó con la certeza de que no iba a tener algo nuevo para contarle a su psicoanalista en la próxima sesión. Pero su subconsciente parecía no tener intenciones de dejar de sorprenderla.
De pronto, y sin saber cómo ni por qué, se vio a sí misma como espectadora de un debate entre Dios y un loco.
-Yo puedo tener un leve desequilibrio, lo admito. Pero vos… podrías habernos ahorrado unos cuantos problemas si hubieras prestado un mínimo de atención a tu máxima criatura.
-No entiendo adónde vas.
-¿Cómo se te ocurre hacer un hombre sin ponerle una madre por delante primero? Esa falta, estoy seguro, es el origen de todos los conflictos de la raza humana.
-¿Y cómo sabes tú que Adán no tenía madre?- preguntó Dios.
-Por la simple razón de que he visto unas fotos suyas en el último número de la revista “Antropología Enigmática” y he notado que no tiene ombligo.
Catalina se distrajo cuando escuchó un ruido muy fuerte, como el alarido de una bestia. “Lo único que falta es que a esta discusión se sume el diablo”, pensó. Aunque en realidad, se parecía más al rugido de un león. O a alguien que corta leña con un serrucho. O… al ronquido de Francisco, su amante, que había logrado interrumpirle el sueño.
Tratando de no despertarse del todo, le incrustó la rodilla en las costillas. El ronquido cesó, pero Dios y el loco ya se habían ido.
A la mañana siguiente hicieron las paces en el desayuno. Ella, como siempre, reconoció que él no podía inventar más de un viaje a San Luis cada quince días. Él, también como siempre, le pidió un poquito más de paciencia.
Su mujer estaba muy enferma y, Dios mediante (esas fueron sus palabra textuales), en un par de meses estarían viviendo juntos.
-Sabés muy bien que la cosa no pasa por ahí. Lo que menos me interesa es que precisamente esa mujer se muera.
A Catalina, atea declarada y acérrima, la presencia de Dios dos veces en el mismo día le dio un pequeño escalofrío. Que Francisco lo involucrara como directo implicado en la solución de sus problemas de pareja la sacaba de quicio. Todo esto sin perder de vista el tema del ombligo. Después de todo, qué podía importarle el olvido de un pequeño detalle, nadie es perfecto. Pero no pudo ignorar la obvia vinculación del sueño con otro conflicto, irresuelto, omnipresente: su propia madre. Entre otras cosas, ella no podía dejar de reprocharle que saliera con un hombre casado. Mamá no podía entender que no tuviera en cuenta los sentimientos de esa pobre mujer engañada. Por otra parte, lo que menos toleraba Catalina era que a continuación metiera al padre en el medio:
-Si tu padre viviera… - solía decir, así, con puntos suspensivos y todo.
A veces, hasta nombraba a su actual marido.
-Yo le pedí que me ayude a convencerte de que esto es una locura, pero él no se quiere meter. Dice que no tiene tanta confianza con vos como para sentarse a hablar de estas cosas. Si ni siquiera quiere estar en casa cuando vos venís, lo que hacés le da vergüenza.
Punto exacto en que Catalina daba por concluida la visita.

Había conocido al hombre del día del casamiento. Catalina recordó en ese momento una frase en inglés que había aprendido en el instituto al que iba de chica “I couldn’t believe my eyes”. Exactamente lo que le pasaba. Porque era más que no poder creer lo que estaba viendo. Era como si los ojos le estuvieran jugando una mala pasada. Como si la estuvieran traicionando y le mostraran otra cosa distinta de la realidad. Eso no podía estar sucediendo. Hacía sólo cinco meses que había muerto el hombre más amado por Catalina en este mundo. Su amigo, su cómplice, su compinche, su maestro, su confidente. Es decir, su papá. Y ahí estaba ella, tan radiante y tan contenta con el marido nuevo. Al mes de casados, éste, tratando de ganarse a la hija adoptiva, le hizo una confesión. Hacía dos años que él y su madre eran amantes. En ese instante, Catalina pensó lo bueno que sería que este hombre, que entre paréntesis era más joven que la tramposa y bastante buen mozo, encontrara otra mujer. Así, su madre, como suele decirse comúnmente, tomaba un poco de su propia medicina.

Muchas veces Catalina había estado apunto de confesarle todo. Pero el corazón de mamá andaba fallando, y Catalina no quería ser responsable de algo así. De eso que se hiciera cargo el Dios de Francisco. Exagerada como siempre, la madre, sin embargo, no se cansaba de repetir que no se quería morir sin conocerlo. Que los años y la enfermedad la habían vuelto más abierta y que podía llegar a aceptarlo. Si algún día la colmaba demasiado con sus peroratas moralistas, era capaz de acceder y todo. Es más: cuando fantaseaba con el encuentro, le surgía una semisonrisa amarga.
Mientras rumiaba todo esto y se perdía en sus laberínticos delirios, se puso el uniforme de ejecutiva – tailler gris, zapatos negros de taco alto – y salió para la oficina con el maletín cargado de papeles y de proyectos para analizar. La esperaba un día de mucho trabajo. La Ford Chase Chicago Group Corp. decidiría – basándose en sus informes – qué nuevos emprendimientos eran dignos de ser tenidos en cuenta.
Entre reuniones llamó a su amiga Lidia, que no pudo evitar reírse cuando ella, justamente ella, Catalina, comenzó a hablarle de Dios, soluciones y ombligos, convencida de que todo eso junto significaba algo. Lidia sólo atinó a responderle que no había que ser psicóloga ni vidente. Le aconsejó que, en lugar de perderse en divagues sobre Dios, se concentrara en solucionar sus propios problemas, personales y terrenales, pero no por eso menores. El consejo de su amiga no le sirvió. No tenía tiempo, bastante con la sesión de terapia semanal. Debía enfrentar a una galería de alacranes y hacerse respetar. En realidad, le venía bien estar tan ocupada, para no recordar.

A los dos meses Dios no tuvo mejor idea que darle la razón a Francisco. Pero sólo en parte, porque en realidad no les solucionó ningún problema. En el entierro, el viudo trataba de consolar a la huérfana. Y todo el mundo se enterneció ante esa imagen.
Todos, menos Catalina, que por dentro se enojaba todavía más con Dios por mandarle de golpe toda la culpa que no había sentido nunca hasta ese momento.

4 comentarios:

Marce D´Onofrio dijo...

Qué buen cuento.
Pobre Catalina. Parece que los primeros encuentros con Dios son siempre encontronazos, como la culpa y esas cosas.
De todos modos, como defensor de las mujeres infieles, estoy de parte de Catalina. En su sueño tiene razón, y en no querer sentir culpa también.

Me encantan estos cuentos. Ya lo he dicho, uno se mezcla entre los personajes.

Un beso grande.

mar dijo...

Yo tambien trato de que la tecnologia no me invada :)

Adriana Menendez dijo...

el título de "defensor de mujeres infieles" está muy bueno, marcelo, descubre una parte dolinesca... muchas gracias por tus comentarios, siempre tan elogiosos. me encanta que te gusten mis cuentos. beso.

mar: a veces está bueno dejarse invadir, sólo por lo que tenemos ganas que nos invada. saludos.

el maestro del long bow dijo...

Al comienzo Dios hizo a Adan y a Eva. Luego ambos tuvieron dos hijos: Caín y Abel. Luego Caín mata a Abel. Mas tarde (no mucho) y como de la nada de los campos, se lee que Caín "conoce mujer" y da a luz a Enoch... ¿Con quien tuvo ese hijo?
Evidentemente si los hombres nacieron sin ombligo, las mujeres nacieron sin culpa.
Muy buen cuento corto el tuyo. Y te felicito por tu blog reciente.
Urrus, el irredento. (poeta por el momento...).