“No se puede vivir escupiendo al cielo”, pensó Elena. Pero no lo podía evitar. Ni el poder, ni el vivir, ni el escupir. Una amiga le había mandado un mail con una serie de bendiciones. Elena las tenía todas: más salud que enfermedad, comida, ropa, techo, padres vivos. En resumen, una sarta de pavadas. Cada vez soportaba menos esa manía de las personas de hacerse los espirituales. ¿Por qué no se sacaban la careta y reconocían que nadie se conformaba con eso? Durante mucho tiempo, ella había sido la tonta que le creía todo a todo el mundo todo el tiempo. Ya no.
Apagó la computadora, prendió un cigarrillo y miró por la ventana. El piletero hacía su trabajo y cada tanto se detenía para tomar el mate que le llevaba la mucama. “No se puede vivir escupiendo al cielo”, se repitió. Se sentó y volvió a prender la computadora. Intentaría escribir algo para llevar el próximo jueves al taller literario. En una época había soñado con su exposición de pintura en Bellas Artes. O con sus diseños para Casa Foa. Estaba segura de su creatividad, que ahora volcaría en una novela. Pero no le salía nada.
Enrique, Henry para los amigos, tenía mucho trabajo y llegaba todas las noches cuando ella ya hacía rato dormía. Y se iba cada vez más temprano. Tres días que ni lo veía. Ni hablaban. No lo llamaba a la oficina para no interrumpir ninguna reunión importante. El celular lo tenía siempre apagado. Mensajes no iba a dejarle. Se sentía estúpida diciéndole a la nada “hola, llamaba para ver cómo andabas”. No eran tres días, era muchos más – ya ni se acordaba cuántos. Volvió a mirar por la ventana.
Apagó la computadora, prendió un cigarrillo y miró por la ventana. El piletero hacía su trabajo y cada tanto se detenía para tomar el mate que le llevaba la mucama. “No se puede vivir escupiendo al cielo”, se repitió. Se sentó y volvió a prender la computadora. Intentaría escribir algo para llevar el próximo jueves al taller literario. En una época había soñado con su exposición de pintura en Bellas Artes. O con sus diseños para Casa Foa. Estaba segura de su creatividad, que ahora volcaría en una novela. Pero no le salía nada.
Enrique, Henry para los amigos, tenía mucho trabajo y llegaba todas las noches cuando ella ya hacía rato dormía. Y se iba cada vez más temprano. Tres días que ni lo veía. Ni hablaban. No lo llamaba a la oficina para no interrumpir ninguna reunión importante. El celular lo tenía siempre apagado. Mensajes no iba a dejarle. Se sentía estúpida diciéndole a la nada “hola, llamaba para ver cómo andabas”. No eran tres días, era muchos más – ya ni se acordaba cuántos. Volvió a mirar por la ventana.
El piletero ya había entrado en calor y sacado la remera. La espalda y el pecho le brillaban. Había llegado a la casa de la mano de Enrique, por recomendación de otro amigo. Enrique le tomó mucho afecto. Decía que le hacía acordar a sus comienzos. Cuando trabajaba de cualquier cosa con tal de juntar unos mangos. Lo adoptó como a un hermano menor. Le dejaba la ropa que ya no usaba, le conseguía otras casas para trabajar. Y le daba consejos sobre cómo progresar. A veces, incluso le compraba cosas que necesitaba. Un par de zapatillas, de botines, o un jean. O algo que sabía que quería pero que no se lo podía comprar. Como el último cd de los Redonditos. Un día lo invitó a jugar al fútbol en el country. A Henry y sus amigos no les venía nada mal incorporar un joven para inyectarle un poco de dinamismo al equipo. Elena fue un par de domingos a verlos jugar.
Ahora lo miraba trabajar. En un momento, él se dio vuelta y ella creyó que la había visto detrás de la cortina. Se escondió, por las dudas. Trató otra vez de escribir algo, pero desistió de la idea, ahora para siempre. Se dio cuenta de que no quería que otros leyeran lo que ella pensaba y así violaran su intimidad. Tal vez, no le gustaba violarla ella misma. Volvió a mirar por la ventana. En el preciso instante en que Enrique entraba por el garage. A la tarde por primera vez en mucho tiempo. “Justo hoy”, pensó. Se acercó al piletero, lo saludó.
-¿Cómo andás, Henry?
-Bien, bien – contestó, y le palmeó la espalda con una confianza que a Elena, sin entender bien por qué, le molestó.
Cualquiera de nosotros puede ver lo que no existe. ¿O es al revés?
Ahora lo miraba trabajar. En un momento, él se dio vuelta y ella creyó que la había visto detrás de la cortina. Se escondió, por las dudas. Trató otra vez de escribir algo, pero desistió de la idea, ahora para siempre. Se dio cuenta de que no quería que otros leyeran lo que ella pensaba y así violaran su intimidad. Tal vez, no le gustaba violarla ella misma. Volvió a mirar por la ventana. En el preciso instante en que Enrique entraba por el garage. A la tarde por primera vez en mucho tiempo. “Justo hoy”, pensó. Se acercó al piletero, lo saludó.
-¿Cómo andás, Henry?
-Bien, bien – contestó, y le palmeó la espalda con una confianza que a Elena, sin entender bien por qué, le molestó.
Cualquiera de nosotros puede ver lo que no existe. ¿O es al revés?
4 comentarios:
La platea femenina quiere saber más del piletero!!! jajajajaa
My lindo blog.
Gracias por la invitación y seguramente volveré.
Un beso.
quiero saber que paso con el piletero, o lo que no pasó pero ya ya!!!!!!
gracias tati
querido anónimo; pasó que lo que tú quieras que haya pasado
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