domingo, 20 de julio de 2008

Lucrecia.

Lucrecia no lo había inventado. Se lo habían enseñado y repetido durante años y años tanto su mamá como las hermanas del colegio donde estaba pupila. Lo creyó, porque no podía no hacerlo. ¿Qué le habría quedado si no hubiera podido confiar en ellas? Por lo tanto, era verdad: Dios lo veía todo. Absolutamente todo, hasta nuestros pensamientos. Y el día de mañana, cuando tuviéramos la dicha de encontrarnos con Él, debíamos rendir cuentas sobre todos nuestros actos, honrando los dones que Él había invertido en nosotros.
Sabiéndolo, ponía el máximo cuidado en lo que hacía, incluso cuando estaba sola en su cuarto: sabía que en realidad no estaba sola.
De chiquita no le resultó difícil. Simplemente trataba de evitar las cosas que, aunque le gustaran, su mamá le había dicho que estaban mal. Si no lo lograba, el domingo le confesaba al padre Américo que se había metido los dedos en la nariz o no se había lavado bien las orejas. Después rezaba dos Ave Marías, comulgaba y volvía a casa contenta, a disfrutar con su mamá de la única tarde por semana que compartían.
Desde que el padre había muerto, la mamá también tenía que trabajar los sábados. Iba a limpiar la iglesia y a lavarle la ropa a Américo. Y en esas tardes de domingo, Lucrecia aprendía todo lo que una niña como ella debía saber. A veces tejían, otras bordaban y otras cosían vestidos largos, azules o negros, como los que debían usar todas las chicas que honraran a Dios.
Al llegar a la adolescencia, ya eran otras las cosas que Lucrecia quería hacer cuando estaba sola en su cuarto. Pero apenas se acordaba de que Dios la estaba mirando (la madre había distribuido por toda la casa cartelitos que recordaban “Mira que Dios te mira”), se le iban las ganas. Aunque igual tenía que confesarse porque, de todos modos, lo había pensado y Él ya lo sabía. Claro que la penitencia por tener malos pensamientos (“pecados veniales”, como aprendió que se llamaban) era más leve.
Cuando terminó la escuela, la mamá no quiso que siguiera estudiando ni que empezara a trabajar. Con lo que ella ganaba alcanzaba para las dos y alguien se tenía que hacer cargo de la casa. Lucrecia limpiaba y ordenaba todo. Al principio también hacía las compras, pero cuando le contó a su madre que el panadero la había invitado al cine, no la dejaron ir más.
La madre no quería que nadie la distrajera, por eso tampoco le permitía tener amigas. Pero a Lucrecia mucho no le importaba, total sabía que, con Dios, nunca estaba sola.
Igual le hubiera gustado ir alguna vez al cine, por lo menos para saber qué era.
El domingo se confesó: no debía siquiera pensar en contradecir a su madre.
Una tarde se encontró hablando en voz alta, contándole a Él o a quien fuera que la estaba mirando lo que le gustaría hacer. Ir al cine, tener una tele, viajar, por qué no ir alguna vez a bailar. Dudó sobre si contarle estas cosas al padre Américo; no lo sintió necesario. Mejor sin intermediarios.
Además, últimamente él estaba muy riguroso con ella. Antes parecía que era el único que la entendía. Ahora, escucharlo a él y a la madre era lo mismo.
Cuando el tiempo le descubrieron una afección cardíaca, la madre se jubiló. Le preparaba la comida, la ayudaba a lavarse, levantarse y acostarse. Rezaban juntas todas las noches y después Lucrecia le daba las gotas para que no le fallara el corazón.
Casi no conversaban. La madre sólo hablaba con el padre Américo, que la venía a ver todos los días y las ayudaba económicamente. Ella se confesaba y quedaba más tranquila.
Lucre no entendía qué tantos pecados podía cometer ahí tirada en la cama.
Tampoco entendía por qué cuando venía Américo de visita y la mamá estaba acompañada por él – cosa que ocurría cada vez más y se prolongaba durante más y más tiempo – considerando todas las obligaciones que tenía entre las propias y las de ella, y encima sin una sola amiga, la mamá ni siquiera así la dejaba aprovechar y salir a respirar aunque fuera un minuto.
Tampoco entendía por qué Dios permitía todo esto.
Por supuesto, no ponía en duda que Dios lo sabía todo. Se lo habían enseñado y ella no dudaba de que fuera verdad.
Pero una noche, por primera vez, no le importó.
Y acercó a su madre el vaso lleno sólo con agua, rogando que sucediera lo que Dios ya sabía que ella quería que sucediera, porque Dios lo sabía todo.

2 comentarios:

Mil veces debo dijo...

Adriana no se como me hallaste pero es un honor para mí la invitación.
Muy bueno lo tuyo y por aquí estaré.
Mil cariños.

Adriana Menendez dijo...

te encontré en el éter, corazón
muchas gracias
beso